Con el permiso del gran Miguel Hernández , que usó la frase con fines más nobles, este 2020 es el rayo que no cesa. Hace algunas semanas, en este mismo espacio, expliqué que el resto de la campaña presidencial nos ofrecería puntos de inflexión previsibles y conocidos y otros imposibles de prever y, por lo tanto, evidentemente desconocidos. Los debates presidenciales , como ese circo que ocurrió el martes pasado, pueden cambiar la elección. Pero de esos momentos de inflexión anticipados quedan muy pocos. En las cuatro semanas que restan para el 3 de noviembre, la dinámica electoral solo va a cambiar si la historia nos sorprende como nos ha sorprendido tantas otras veces en este año maldito. Así ocurrió el jueves pasado cuando la Casa Blanca confirmó la madre de todas las vueltas de tuerca de ésta y muchas otras campañas por la presidencia de Estados Unidos: Donald Trump se ha contagiado de coronavirus .
No sobra decir que nadie debería desear que la enfermedad de Trump se complique, y mucho menos que Trump muera. Debería ser irrebatible: no hay diferencia política , ideológica o incluso moral que amerite desearle la muerte a otra persona. Además, el fallecimiento de Trump hundiría a Estados Unidos en una crisis sin precedentes cuyo desenlace podría ser muy grave, dados los ánimos de la sociedad. Una vez establecido lo obvio, pensemos en las consecuencias políticas de lo que ha pasado.
Después del anuncio del contagio de Trump , recibí varias llamadas de colegas que, escépticos, sugerían que la enfermedad del presidente de Estados Unidos no era más que un engaño para librarse de atender a los siguientes debates o, peor todavía, tratar de animar a su base electoral para favorecerlo en una suerte de muestra de solidaridad . Ambas cosas me parecen improbables por varias razones.
La primera es que no hay tema más pernicioso para Trump que la pandemia . Mientras se hable del coronavirus , Trump lleva las de perder porque sus omisiones son indefendibles. Hasta antes de contagiarse, Trump celebraba la posibilidad de cambiar de tema con el polémico nombramiento de la juez conservadora Amy Coney Barrett a la Suprema Corte . Ahora, tras su propio contagio, Trump ha garantizado que la enfermedad permanezca en el centro del debate político en lo que falta de la campaña y más allá.
La segunda razón por la que es improbable que lo de Trump sea falso o exagerado es que la enfermedad, y sobre todo la aparente severidad del contagio , ha exhibido al presidente de Estados Unidos como lo que es: un irresponsable irredimible. Apenas dos días antes de confirmarse públicamente su contagio, Trump se burlaba de Biden en pleno debate presidencial por los (buenos) hábitos de cuidado del candidato demócrata . Trump, que estaba a punto de enfermar seriamente, ironizó sobre el uso constante de Biden de mascarillas sanitarias . Así lo ha hecho desde que comenzó la pandemia : minimizando y desafiando al virus. ¿Con qué cara defenderá Trump su histórico cinismo frente al reto más grande de salud pública en más de un siglo, que lo ha tenido postrado en el hospital?
Por último, no tiene sentido sugerir que el contagio es falso porque, cuando solo faltan cuatro semanas para la elección, lo que Trump necesita es exactamente lo contrario a la cuarentena obligatoria a la que ha estado sometido. Trump está en clara desventaja en todas las encuestas nacionales y prácticamente todas las encuestas estatales. Es muy improbable que sus desplantes vulgares en el primer debate presidencial le hayan ganado simpatizantes. Es más: de acuerdo con los sondeos, Trump perdió votos después de su patanería . La dinámica de la elección no le favorece en lo absoluto. Ahora, que requeriría estar dando la pelea recorriendo el país y enfrentando de nuevo a Biden en el segundo debate presidencial del día 15 de octubre, Trump ha estado recluido en una cama de hospital, luchando antes por su vida biológica que por su vida política.
Así las cosas, el virus que Trump ninguneó por meses, el mismo que le ha quitado la vida a más de 200 mil estadounidenses, finalmente dio un golpe en la mesa. Lo dicho: el virus no conoce de demagogia. El virus es el virus. Quien no lo entienda, presidente o no, paga las consecuencias tarde o temprano.