Durante la conferencia de prensa del 2 de octubre, el presidente López Obrador declaró que, a un año de concluir su gobierno, ya ha cumplido con 99 de los cien compromisos centrales que ofreció durante la campaña del 2018. “Yo hice 100 compromisos y solamente me queda uno”, dijo, sugiriendo que lo único que le resta por cumplir es el esclarecimiento de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. No se trata de cualquier declaración. Al asegurar la consecución de todas sus promesas de campaña, el presidente decreta su propio éxito.
Esa mañana, muchos medios de comunicación reaccionaron a las palabras del presidente como lo han hecho desde el debut de las conferencias matutinas: las publicaron sin mediar verificación alguna. “AMLO afirma que ya cumplió 99 de los 100 compromisos de campaña”, titulaba un medio en línea. “Dijo que incluso ha hecho más cosas de las que prometió cuando buscaba la presidencia”.
Es un titular típico de estos años. No hay voluntad de cotejar. El presidente lo “afirma” y la afirmación merece publicación. El presidente declara que ha cumplido con creces, y más. ¿Es verdad? ¿El presidente de verdad cumplió con todos sus compromisos, o se trata de una declaración imprecisa, mentirosa, que exige cotejarse con los hechos antes de ser amplificada? No importa: muchos medios publican la declaración de inmediato, verbatim, sin ningún proceso de comprobación. Al hacerlo, valida los dichos presidenciales a los ojos de la audiencia. El resultado es el establecimiento de una narrativa.
Esta dinámica, que ha beneficiado inmensamente a López Obrador en su consolidación como voz monopólica de la realidad nacional y es una de las variables centrales que explican su popularidad personal, es una claudicación de la obligación más esencial del oficio periodístico.
En su libro clásico “Los elementos del periodismo”, Bill Kovach y Tom Rosenstiel, explican así la importancia de la verificación para la labor del periodista: “Al final, la disciplina de la verificación es lo que separa al periodismo del entretenimiento, la propaganda, la ficción o el arte”, escriben. “Sólo el periodismo se concentra primero en entender bien lo que pasó...” En otras palabras: la verificación como acto indispensable previo a la publicación garantiza la objetividad. Quien publica una declaración sin verificar su autenticidad o verosimilitud se vuelve una herramienta para el establecimiento de una narrativa conveniente para el declarante —en este caso, el presidente de México. Es decir, en un instrumento para la propaganda política.
En el arranque del gobierno actual, la conferencia de prensa matutina abrió un debate. ¿Se trataba de una gran oportunidad periodística o era, por el contrario, un teatro propagandístico disfrazado de transparencia? Por momentos, fue lo primero. Con el paso del tiempo, está claro que ha prevalecido lo segundo. El presidente aprovecha la comparecencia diaria para mentir, tergiversar o calumniar. Y lo hace de manera impune.
La culpa no es solo suya. Aunque insista en lo contrario, López Obrador casi nunca ha querido informar. Lo que ha querido es establecer agenda, formar opinión pública y sumar respaldo a su persona y ambiciones. Para eso, necesitaba medios maleables.
No todo lo que dice el presidente merece publicarse, mucho menos de inmediato y nunca sin el proceso debido periodístico previo. En esa normalización de la mentira, la responsabilidad recae en aquellos medios que eligen reaccionar a los dichos presidenciales dándoles legitimidad de la publicación, de inmediato, sin la verificación elemental requerida antes de la publicación. ¿Por qué lo hacen? Algunos seguramente por holgazanería o indiferencia. Otros, quizá, por compromisos no públicos, y acaso tampoco publicables.
En cualquier caso, se trata de una práctica inadmisible para el oficio cuyo más elemental decoro exige no confundir los dichos con los hechos. Y menos aún ser instrumento de la propaganda gubernamental.