La semana pasada, el periodista estadounidense Joshua Keating recordó, en un artículo en la revista electrónica Slate, un incidente brutal de racismo. Ocurrió en 1891 cuando una horda irrumpió en una cárcel de Nueva Orleans para vengar la muerte de un jefe de policía, supuestamente asesinado por alguien de la numerosa comunidad italiana local. El gentío actuó con desenfreno. “¡Queremos a los dagos!”, gritaban enardecidos, usando un término hiriente y peyorativo. Al final, la muchedumbre mató a once italoamericanos. “Fue el linchamiento masivo más grande en la historia de Estados Unidos”, escribe Keating.

El episodio se convirtió pronto “en un escándalo internacional”. Italia reaccionó de manera contundente: ordenó cerrar la embajada del país en Estados Unidos, exigió castigo para los responsables y compensación para los deudos. No era para menos. A finales del siglo XIX, más de 30 mil personas de origen italiano vivían en la zona de Nueva Orleans. El discurso de odio contra la comunidad italiana en varias áreas de Estados Unidos se había vuelto ensordecedor. Después del linchamiento, incluso el New York Times adoptó la retórica nativista. “Son rufianes y asesinos desesperados”, escribió el Times. “Son una peste sin mitigación”. El gobierno de Italia interpretó el linchamiento como lo que en realidad fue: la culminación violenta y cruel del prejuicio nativista contra la comunidad italoamericana. Dice Keating que “la relación entre los dos países tardó años en recuperarse por completo”.

Keating recuerda el incidente en Nueva Orleans para preguntarse hasta dónde llegará el gobierno mexicano en su respuesta al no menos atroz crimen cometido en El Paso, Texas el sábado pasado. Celebra —y hace bien— que la cancillería mexicana haya decidido, por ejemplo, quizá buscar la extradición del asesino Patrick Crusius. De acuerdo con Keating, el gobierno de México podría, en efecto, tratar de traer a Crusius a nuestro país así como Estados Unidos ha hecho con terroristas desde hace años a través de métodos mucho más polémicos, incluida la captura del libanés Fawaz Younis a mediados de los ochenta. Como Italia hace más de un siglo, el gobierno también podría buscar compensación, acusando a Estados Unidos de haber faltado a su obligación de proteger a los ciudadanos mexicanos asesinados. Keating sugiere que México ciertamente podría, por ejemplo, denunciar a Estados Unidos frente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos por faltar a la “Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial”. Esta convención, explica Keating, “obliga a Estados Unidos a no respaldar o proteger la discriminación racial de personas u organizaciones”.

México, en suma, tiene opciones.

Al final de su nota, Keating se pregunta si el gobierno mexicano de verdad quiere asumir lo que ocurrió en El Paso como un punto de inflexión en la relación bilateral en materia migratoria y de seguridad. Actuar contra Crusius y buscar su extradición sería, por ejemplo, una genuina muestra de autoridad. No importa que traer a México al protagonista del ataque terrorista más grave planeado específicamente contra ciudadanos mexicanos sea improbable. Lo que interesa no es el desenlace sino el mensaje: México no está dispuesto a permanecer callado ante la persecución de sus ciudadanos en territorio extranjero. Lo mismo ocurriría con las otras medidas anunciadas por Ebrard, incluido proceder legalmente contra la compañía que le vendió a Crusius el rifle de asalto que usó en El Paso. Si actúa, México diría un “basta ya” que ha tardado demasiado en llegar.

Pero incluso si el gobierno mexicano en efecto procede con las medidas que propone Ebrard, algo fundamental quedará en el tintero. El presidente López Obrador insiste en no tocar a Trump ni con el pétalo de una rosa. Se niega a condenar directamente el discurso de odio que Trump ha perpetrado. No solo eso.

López Obrador insiste en que Trump se ha moderado y ahora trata a México y los mexicanos con mayor respeto. Al presidente de México deberían bastarle los testimonios de los sobrevivientes de la masacre para entender que ese respeto es un mito. No hay respeto y nunca lo hubo. Si quedara duda, López Obrador podría escuchar los lamentos desgarradores de las decenas de niños que quedaron sin sus padres durante la redada masiva en Misisipi, puesta en marcha solo unas horas después del tiroteo de El Paso. Los hechos son estos: desde hace cuatro años, Donald Trump ha calumniado y agredido verbalmente a millones de mexicanos. Lo hizo con Peña Nieto y lo sigue haciendo con López Obrador. Al hacerlo, ahora queda muy claro, ha puesto en riesgo incluso físico a toda la comunidad mexicana en EU. El daño es tan real como las vidas perdidas en El Paso. El presidente López Obrador debería recordarlo la próxima vez que quiera ufanarse de haber conseguido que Trump moderara su feroz nativismo. La actitud gallarda es la condena, sin cortapisas, del discurso del odio. Lo otro son relaciones públicas arraigadas en la conveniencia política o en su pariente cercano: la cobardía.

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