En las semanas previas al principio de la pandemia del coronavirus, cuando las noticias comenzaban a llegar de China, tuve una conversación en un programa de radio sobre la virulencia de lo que después conoceríamos como Covid. En cabina analizamos la capacidad de contagio y la letalidad del virus para concluir que, si esa enfermedad que comenzaba a esparcirse se volvía una pandemia, dentro de algunos meses tres de cada cien personas que enfermaran del virus habrían muerto. Recuerdo una llamada con alguien del público que dio pie a un escenario espeluznante: si todos enfermáramos, entonces tres de cada cien personas que hoy (entonces) conocemos, habrán muerto para el momento en que termine la pandemia.
De aquello han pasado años, y aunque las estadísticas evidentemente varían, todos, de una manera u otra, tenemos historias de gente conocida y querida, familiares o amigos, que se fueron por el virus. En el trayecto, cuando las vacunas parecían solo una promesa, toda la humanidad tuvo miedo, en mayor o menor grado. Había en el aire una sensación de vulnerabilidad universal. Aunque resulte inconfesable, todos, en algún momento, pensamos en la posibilidad de nuestra propia muerte.
He recordado esos tiempos viendo una gran serie de televisión: The Last of Us, de HBO.
Inspirada en el videojuego del mismo nombre, uno de los más célebres de la historia reciente, la serie imagina un futuro apocalíptico en el que la humanidad se ha visto arrasada por la mutación de un hongo llamado Cordyceps, capaz de tomar control del organismo huésped. En este caso, los infectados se convierten en una especie particularmente horrible de los zombies típicos del género. En la serie (y el juego) el resultado de la pandemia de Cordyceps es el exterminio casi absoluto de la humanidad, desprovista de una respuesta médica a la enfermedad. Es, digamos, una versión casi inmediata y extrema de la peste bubónica o el ébola, con el agregado (para beneficio del horror) de la mutación de los infectados en máquinas de contagio y violencia.
The Last of Us es notable por los escenarios de ciencia ficción que dibuja y por la ambientación impresionante en ciudades destruidas o zonas de cuarentena donde impera el autoritarismo con el pretexto el de contención sanitaria. Pero es todavía más notable por su enfoque en las historias humanas específicas que emergen después del Apocalipsis. No es casualidad que el creador de la serie sea Craig Mazin, el genio que transformó la serie sobre el accidente nuclear en Chernobyl en un estudio sobre el luto, la pérdida, la desesperación y – en el caso específico de Chernobyl– la incapacidad criminal de la burocracia soviética. The Last of Us hace algo parecido. Nos recuerda que todo puede acabarse, y cuando todo se acabe, hasta un rollo de papel podría ser un lujo (lo fue en nuestra pandemia, por supuesto).
En ese sentido, la serie forma parte de una tradición de literatura sobre el fin del mundo. Pienso, por ejemplo, en “La Carretera”, uno de los libros más extraordinarios del novelista estadounidense Cormac McCarthy. En “La Carretera”, McCarthy nos invita a seguir a un padre y un hijo que tratan de sobrevivir después de un acontecimiento apocalíptico (no queda exactamente claro qué ocurrió, pero parece ser un invierno nuclear). La reflexión de esa novela es parecida a The Last of Us. En tiempos extremos, la condición humana se ve reducida a su expresión más miserable o amplificada a su versión más noble. Podemos ser caníbales aterradores o defensores de un futuro mejor.
La pregunta que queda, ahora que la emergencia de la pandemia ha dado paso al Covid como enfermedad endémica, es si tendremos la sensibilidad e inteligencia de no olvidar la sensación de esos años en los que vivimos en peligro. Esa es la invitación de the Last of Us. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido.