Los últimos días han dejado claro a qué grado se ha vuelto crucial la crisis del fentanilo y el tráfico de drogas en el debate político estadounidense. Es importante que el gobierno de México entienda a cabalidad lo que viene. Lo primero que hay que comprender es que la política en Estados Unidos atraviesa por un ya largo periodo de polarización. Son muy pocos los temas en los que coinciden los dos grandes partidos. No coinciden en política económica, ni en política exterior, ni mucho menos en los temas de la agenda social. Por supuesto, no están de acuerdo en lo absoluto en el debate sobre las armas: los demócratas quieren mayor control; los republicanos, aún más laxitud. En todo ese encono, la necesidad de contener el tráfico de opioides sintéticos hacia Estados Unidos se ha consolidado como un asunto claramente bipartidista.

No es poca cosa.

Para la Casa Blanca, la crisis del fentanilo y el combate a los carteles mexicanos es una prioridad. Lo era antes de la semana pasada, pero ahora lo es con toda claridad. El fiscal general Merrick Garland, asociado ideológicamente con los liberales, ha descrito con absoluta contundencia el potencial destructivo de las organizaciones criminales mexicanas. Lo mismo sucede con la DEA, los senadores demócratas de mayor relevancia en asuntos de seguridad nacional y los especialistas en el tema en el equipo directo de Joe Biden. Todos ven a los cárteles mexicanos como enemigos de Estados Unidos.

Los republicanos podrán estar del otro lado del espectro ideológico, pero en este asunto encuentran muchas coincidencias con sus colegas demócratas. Absolutamente todas las figuras relevantes del movimiento conservador han puesto el combate al fentanilo como prioridad de su agenda, incluyendo a los candidatos presidenciales rumbo al 2024. Varios senadores republicanos han subido el tono. No es casualidad que se hable de la declaración formal de terrorismo a las organizaciones, criminales o incluso de medidas unilaterales contra México.

La preocupación es absoluta y bipartidista.

En el siguiente año y medio, México se encontrará en una posición que no ha ocupado en los últimos años en la discusión pública estadounidense (quizá nunca). No es difícil imaginar el mantra del candidato republicano, que bien podría ser Donald Trump, en los meses previos a la elección del año que viene. Si en el 2016, el coro de los simpatizantes trumpistas exigía a gritos la construcción del muro (es difícil olvidar los gritos de “build that wall” durante la convención republicana de aquel año), es perfectamente posible que ahora el clamor sea un ataque militar contra México.

Si se concreta, ese discurso sería un problema mayúsculo, sobre todo porque es poco probable que el candidato demócrata lo rechazara abiertamente. Insisto: a diferencia del debate sobre migración en 2016, la batalla contra el fentanilo y la presión a México para que coopere, de verdad y a fondo, serán bipartidistas. ¿Cómo contrarrestará el gobierno mexicano, y los candidatos presidenciales mexicanos, que estarán en campaña prácticamente al mismo tiempo que sus contrapartes estadounidenses, el tono agresivo de ambos lados del espectro político en Estados Unidos? Lo más redituable políticamente será envolverse en la bandera y elevar el tono de confrontación. Pero eso también sería un error. El 2024 requerirá de madurez y de altura en muchos asuntos, pero muy pocos como este. Enfatizar una y otra vez, la corresponsabilidad en el tráfico de armas es el camino correcto, e insistir en ello ha sido uno de los mayores aciertos del canciller Marcelo Ebrard. Negar que en México se produce fentanilo, en cambio, no es una opción.

El desafío será enorme. Y la propaganda presidencial, en este caso, ya alcanzó su fecha de caducidad.

@LeonKrauze