Mañana comenzará la participación de la selección mexicana en el mundial de Qatar.
Como cada cuatro años, hay que lidiar con el pesimismo. No recuerdo un solo mundial en el que la afición mexicana tuviera confianza antes de comenzar el torneo. Ni siquiera antes del 94, cuando México venía de alzar el subcampeonato de América. Siempre hay un pretexto. En el 94 era el riesgo de enfrentar a tres europeos. En el 2014 a la poderosa Croacia y a Brasil, partido en el que se auguraba una goleada contra el equipo de Miguel Herrera. Y ni hablar del 2018, cuando la afición se preparaba para una humillación contra la Alemania campeona del mundo.
La historia en los últimos siete mundiales se ha encargado de desmentir a los pesimistas una y otra vez. No sobra recordar que solo dos equipos han superado la primera fase de los mundiales en los últimos 30 años: México y Brasil.
Nadie más.
Lo que ha sucedido después en los octavos de final es harina de otro costal. Pero la historia demuestra que el pesimismo en cuanto a la primera fase generalmente está equivocado.
¿Qué espero, entonces, del equipo de Gerardo Martino? Que esté a la altura de la historia moderna del fútbol mexicano. Nada más y nada menos.
Una vez establecido mi optimismo, va aquí un post mórtem, que espero sea muy prematuro. ¿Cómo logró el futbol nacional llegar a octavos de final en siete copas consecutivas? La receta no tiene ciencia, y la explican los protagonistas de las últimas décadas (quien quiera conocer la historia, lo puede hacer en la serie documental “Al Grito de Guerra”, que produje hace poco).
Desde principios de los 90, México comenzó a competir contra los mejores en selecciones y en clubes. Durante años, la Selección jugó Copa América. Los clubes, la Copa Libertadores. A principios de los noventa, a diferencia del pasado, la Selección mexicana comenzó a jugar amistosos en Europa, acostumbrándose a la sensación de los escenarios de la más alta competencia.
También comenzamos a exportar jugadores. En los ochenta, la exportación de futbolistas mexicanos era la excepción. Conforme fue pasando el tiempo, se volvió la regla. O por lo menos lo fue por un tiempo. Lo cierto es que, desde hace ya algunos años, el fútbol mexicano ha dejado de hacer lo que en su tiempo lo llevó a un claro incremento de calidad.
Hemos dejado de participar en competencias exigentes. Los jugadores mexicanos prefieren quedarse en la liga nacional, ninguneando el ejemplo de triunfadores históricos, como Rafael Márquez, que lo dejó todo con tal de ir a buscar el crecimiento futbolístico y personal. Nos hemos enamorado de los amistosos en Estados Unidos, donde lo único incómodo para los jugadores es el tiempo de traslado al centro comercial.
Ese no es el camino rumbo a la excelencia, sino todo lo contrario.
Si México no logra un resultado positivo en Qatar (e incluso si lo logra), no habrá que buscar una revolución. Habrá que buscar el regreso a la fórmula que nos ha hecho crecer, como antes hizo crecer a los argentinos, brasileños, uruguayos y chilenos. Tendremos que volver a competir en lo más alto, regresar a la valentía de la exportación de jugadores y colocar a la selección en situaciones apremiantes y desafiantes.
Nadie, nunca ha tenido éxito, verdadero éxito, desde la comodidad.
Habrá tiempo de planearlo rumbo al mundial del 2026 en casa.
Por ahora, ojalá la selección salga iluminada y les dé a los aficionados, en México y en Estados Unidos, una gran alegría.