Donald Trump perdió la presidencia frente a Joe Biden, pero no se ha ido del escenario político estadounidense. Contra cualquier precedente, a pesar de su derrota y la de su partido en las elecciones de hace unos meses ha permanecido en el centro de la discusión y se ha adueñado del destino del partido republicano. Desafía la lógica que Trump mantenga las riendas del partido cuando perdió la reelección y, en su infinita terquedad, contribuyó a que el partido dejara escapar el control del Senado. Pero ahí está, dictando agenda y línea a los gobiernos estatales republicanos y a los líderes del partido en el Congreso, que no han encontrado el valor para marcar distancias.

El temor a la ira trumpista ha hecho, por ejemplo, que los legisladores republicanos se opongan a la comisión independiente que investigaría, en ánimo bipartidista, la invasión al Capitolio del 6 de enero. En privado, los republicanos seguramente saben que Trump es responsable de lo que sucedió. Incitó por semanas el ánimo sedicioso que culminó con un ataque sin precedentes al Congreso. Aun así, y a pesar de que algunos congresistas temieron por sus vidas durante aquella pesadilla, se han opuesto a una investigación pertinente, como la que sucedió después del once de septiembre o el asesinato de John F. Kennedy. Lo único que explica esta reticencia es la oposición personal de Trump a cualquier pesquisa que pudiera confirmar su responsabilidad en la insurrección. Por eso, los republicanos prefieren proteger a su líder que a su país.

Lo mismo ha pasado con la agenda republicana sobre vacunación y medidas sanitarias. Trump hizo el hábito de la descalificación de la ciencia y los expertos. Difundió teorías de la conspiración y otras patrañas que ahora animan la renuencia de millones de votantes republicanos frente a la vacuna. Uno pensaría que, terminada la presidencia trumpista semejante salvajada quedaría en el pasado, junto con Trump. Ha sucedido lo contrario. Antes que alinearse con la ciencia y recomendar precaución frente a la pandemia, los republicanos con aspiraciones políticas se han refugiado en la terquedad de su líder. El ejemplo más dramático es el del gobernador de Florida, Ron DeSantis, posible candidato presidencial en 2024. DeSantis es un hombre preparado y culto. Tiene un doctorado en leyes por la Universidad en Harvard. Es inconcebible que, en su fuero interno, DeSantis de verdad dude de la importancia de las mascarillas en la lucha contra el virus. En público, DeSantis es una de las voces más estridentes contra las medidas sanitarias recomendadas por las autoridades federales. ¿Por qué lo hace? Porque, gracias a Trump, el incentivo político está en la irracionalidad, en el rechazo a los expertos y la evidencia científica.

La pregunta desde ahora es si Trump piensa traducir su control del partido en una nueva candidatura presidencial. Todo parece indicar que así será. La semana pasada, el periodista Michael Wolff, autor de varios libros sobre la presidencia trumpista, publicó una columna de opinión en la que confirmó su certeza de que Trump va por la presidencia en 2024. De acuerdo con Wolff, a Trump ahora lo mueve la venganza (ya lo movía, pero ahora más). A pesar de que no hay ninguna prueba de que fue víctima de un fraude electoral, Trump parece estar convencido de que Biden le robó la presidencia. Y culpa de su derrota a mucha gente. Todos están en su mira política.

Por si esto fuera poco, Wolff sugiere cuál será la estrategia de campaña de Trump. Si hace cuatro años usó el nativismo etno-nacionalista como mensaje principal, esta vez recurrirá a la patraña del fraude. Dirá que le robaron e invitará a sus seguidores a corregir el supuesto atropello. Recorrerá el país repitiendo calumnias, usando teorías de la conspiración para reforzar una mentira. Se presentará a sus actos de campaña como una suerte de presidente legítimo, con toda la parafernalia de un presidente (ya lo hace, desde cómo se viste hasta el tipo de podio que utiliza). Y, como ha ocurrido otras veces, seguramente encontrará quién le crea. No será poca gente. A juzgar por las encuestas actuales, seis de cada diez republicanos creen que Biden ganó injustamente. Es un número asombroso, sobre todo porque, de manera objetiva, no hay evidencia alguna de un fraude electoral en Estados Unidos, ni en esta ni en ninguna elección de esta magnitud. Pero lo es todavía más porque revela el potencial del tramposo mensaje trumpista. Si suficientes votantes deciden creerle a Trump la fantasía del robo electoral, no es imposible que el candidato perdedor del 2020 regrese a la Casa Blanca cuatro años después. Volvería a cobrar viejas facturas, con la espada de la venganza desenvainada, con el control absoluto de uno de los dos partidos políticos del país. Y todo desde una mentira. Triste escenario.


@LeonKrauze

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