Más allá de los resultados y la afluencia de votantes , algo está claro sobre la consulta del domingo 1 de agosto: era innecesaria . Muy a su manera, incluso el presidente ha reconocido que la consulta tuvo poco que ver con la búsqueda de la justicia. López Obrador dice que se trató de un asunto de carácter moral. La justificación no se sostiene. Para establecer el rumbo moral de un gobierno no es necesaria una consulta: para eso existe el aval democrático en las urnas. En realidad, la consulta del domingo pasado fue un movimiento en el tablero del poder, el único que realmente le interesa a López Obrador. El presidente sabe bien que la justicia no se consulta, pero también que la polarización es una herramienta útil, y más en la narrativa binaria que siempre ha animado al lopezobradorismo .
Ahora aparece en el horizonte la revocación de mandato en marzo del año que viene. Otra consulta innecesaria.
Aunque seguramente hay actores públicos que desearían la salida prematura de López Obrador —como López Obrador insinuó la de Peña Nieto , por ejemplo— la verdadera oposición en México no trabaja, en ningún sentido, para ese propósito. Nadie en su sano juicio cuestiona el carácter democrático de su victoria en el 2018 ni la legitimidad de su mandato. Contra lo que insisten los fabulistas del régimen, no hay en México movimiento golpista de relevancia. Hay, eso sí, una oposición que se agrupa desde ya para hacer lo que hacen las oposiciones en todas las democracias: ejercer su derecho a disentir, resistir la agenda del gobierno y prepararse para ganar en el siguiente proceso electoral , que llegará cuando López Obrador concluya su gobierno en el 2024 y no antes. En esa oposición no hay voz alguna de relevancia cuyo argumento público sea la destitución de López Obrador.
Eso deja al presidente y sus seguidores en una posición insólita: los principales promotores de una consulta para destituir al presidente serán aquellos que no quieren su destitución, comenzando con el propio presidente. ¿Por qué? El presidente sabe que no hay ninguna necesidad de preguntarle al electorado qué piensa de su gobierno, mucho menos si quiere destituirlo. El presidente de México ganó de manera democrática su elección. Ese triunfo le vale para seis años de gobierno, en los que tiene el aval legal para implementar el proyecto de gobierno que ganó en las urnas . El electorado juzgará su trabajo en el siguiente proceso electoral, en el que decidirá si avala el camino del proyecto del partido del presidente o decide cambiar de rumbo. López Obrador exige someterse de nuevo a un examen que ya aprobó. Lo hace porque, de nuevo, el cálculo no se trata de moral, sino de poder.
En su obstinación, el presidente de México sumirá al país en un nuevo, extenuante ciclo de polarización que será obra suya, y de nadie más. Así, López Obrador confirmará que, a pesar de lo que sugieren algunas voces que insisten en trazar falsas equivalencias, el factor central de la polarización mexicana es el propio presidente.
El ejercicio, además, será inmensamente oneroso: nueve mil millones de pesos, de acuerdo con el INE. Cada centavo, tirado a la basura. Insisto: es un error.
El presidente debería concentrarse en estar a la altura del mandato que recibió, antes que en buscar una evaluación que nadie le ha pedido y que para la cual no hay una legislación secundaria. Si necesita aprobación, que lea las crónicas de su triunfo hace tres años. Encontrará ahí el calibre de su aval y, sobre todo, la esperanza en su gobierno. La gente lo eligió para que gobernara, no para que se viera al espejo. La consulta de revocación de mandato es mucho de lo segundo y nada de lo primero.