Hace un par de años, uno de mis hijos me preguntó, con ese ojo clínico para el absurdo cotidiano que tienen los niños, por qué los adultos debían quitarse los zapatos antes de poder abordar un avión. La pregunta tiene sentido. Si se le mira bien, la escena es ridícula: gente descalza, colocando botas, chanclas y demás para revisión en una sofisticada máquina de rayos X. Hasta antes de diciembre del 2001, cuando el terrorista Richard Reid quiso hacer explotar un avión usando una bomba oculta en la suela de sus zapatos, nadie habría imaginado semejante protocolo. Después de Reid, la historia cambió: todos los adultos en casi todos los aeropuertos del mundo deben descalzarse por un par de minutos, poner los zapatos en la banda de revisión y seguir su camino. Lo impensable se volvió normal.
La anécdota viene al caso cuando consideramos el mundo después del coronavirus. La pandemia nos ha obligado a adoptar medidas que, hasta hace muy poco tiempo, nos habrían parecido tan improbables como el ritual de los zapatos en los aeropuertos antes de Richard Reid. Hace, digamos, un semestre, solo los agoreros del Apocalipsis habrían creído que, a principios del 2020, más de una tercera parte del planeta estaría sujeto a serias restricciones de movilidad, incluida la cuarentena más estricta en países enteros. Muy poca gente habría creído las escenas de todos nosotros esperando por horas en largas filas para comprar bienes de primera necesidad, los rostros cubiertos con mascarillas, parados al menos a metro y medio del prójimo, mirándonos con sospecha, reaccionando a un estornudo como si fuera un balazo. Mucho menos habrían resultado creíbles las historias horrendas de sistemas de salud rebasados, hospitales improvisados en parques o fosas para disponer de los muertos, que se cuentan por miles. Aun así, por increíble que parezca, los cambios a nuestra vida en este primer gran brote de la pandemia palidecen ante el cambio más duradero que, con toda probabilidad, tendremos que enfrentar.
Como con Richard Reid —y mucho más después del 11 de septiembre de aquel mismo 2001— el mundo no será igual.
Habrá tiempo de sobra para pensar los cambios más profundos en la relación con nosotros mismos, nuestros vecinos y hasta nuestro planeta. Todo eso va a cambiar, para bien o para mal. La prioridad, por ahora, es pensar la vuelta a la relativa normalidad. Expertos se han dado a la tarea de comenzar a concebir maneras de reabrir las distintas economías paralizadas por el virus. No será fácil. Habrá industrias enteras que tardarán en recuperarse y otras que dejarán de existir tal y como las conocíamos. Las voces expertas sugieren, por ejemplo, que los restaurantes tendrán que esparcir las mesas mucho más que antes. Lo mismo los cines, las aerolíneas (¿adiós a los asientos de en medio?) y hasta los estadios. Para negocios que dependen del volumen, es probable que muchos no sobrevivan si no logran reinventarse.
¿Pero cómo cambiará la vida cotidiana en esos primeros meses después del virus? Ezra Klein, editor del sitio de Internet “Vox”, se dio a la tarea de analizar varios de los escenarios que ya han formulados instituciones especializadas. Coinciden en tres cosas. Primero: para regresar a algo que se acerque a la normalidad, la humanidad después del coronavirus tendrá que aceptar el surgimiento de una cultura de vigilancia que vulnerará aún más nuestra privacidad. Estos estudios sugieren que, si ha de contener futuros brotes, el Estado (o alguna entidad independiente que no existe todavía) deberá vigilar los movimientos de los ciudadanos para localizar lo más rápido posible los contactos que tuvo un hipotético contagiado y proceder, entonces, a cuarentenas específicas que logren evitar parálisis generales que destrozarían, de nuevo, la economía. Nada de eso es posible sin vigilancia cotidiana de nuestro paradero y nuestras actividades. Segundo: deberemos acostumbrarse a una atención epidemiológica cotidiana, con la aplicación de millones de pruebas de coronavirus para detectar contagios y controlarlos lo antes posible. Y tercero: por un tiempo indefinido, la humanidad tendrá que aceptar que la vida deberá vivirse a distancia, con medidas sanitarias en pie (como las mascarillas y el metro y medio) por un largo tiempo. El doctor Anthony Fauci, principal autoridad epidemiológica de Estados Unidos, ha llegado al extremo de sugerir que los seres humanos debemos abandonar para siempre el saludo con un apretón de manos. ¡A ese grado!
¿Estamos preparados para ese mundo? ¿Está usted dispuesto, por ejemplo, a que una autoridad vigile explícitamente todos sus movimientos y actividades, aunque sea con el propósito de protegerlo, a usted y a los suyos, de una enfermedad potencialmente mortal? “Me importa mi privacidad, pero no tanto como me importa mi madre”, dice Ezra Klein. ¿Usted estaría preparado para ceder privacidad a cambio de seguridad epidemiológica, de salud? O esto: ¿imagina tener que presentarse a una oficina médica dos veces al mes para que se le practique una prueba nasal que detecte el coronavirus? Y aunque suene menor: ¿está usted listo para reducir radicalmente el contacto físico con su prójimo, renunciar al saludo, los abrazos, los besos cotidianos y casuales… humanos?
Uno quisiera que todo esto fuera solo un escenario extremo e improbable. Por desgracia, como señala Klein, estas recomendaciones son no solo probables sino seguramente esenciales. No habrá normalidad alguna sin una combinación de todo lo anterior, en mayor o menor grado. Esa es la realidad. Vayamos pensando, querido lector. Pensemos cómo haremos para lidiar con el mundo después del parteaguas del coronavirus. Y pensemos desde ahora qué le diremos a los niños cuando en veinte años nos pregunten por qué la gente lleva cubrebocas cuando va de compras, se limpia las manos con gel antibacterial de manera incesante o se saluda de lejos, con frialdad. ¿Qué le vamos a hacer? Así es la historia, llena de caprichos. Todos estábamos haciendo otros planes. Ella decidió otra cosa.