A cien días de la elección presidencial en EU, Donald Trump necesita un regreso histórico. No se trata de un milagro, pero, a estas alturas, sí de algo parecido. La lista de factores que se alinean en su contra es cada vez más larga. Es consecuencia de su desastrosa administración de la pandemia. Al menos en Estados Unidos y por ahora, el horror del coronavirus y sus casi 150 mil muertos han exhibido las carencias de un hombre muy mal preparado para ejercer el puesto que ostenta, y mucho más durante una crisis inmensa. Solo 32% de los estadounidenses respaldan la respuesta de Trump. Es una cifra notable, dado que el virus será, sin duda alguna, la variable decisiva de la elección.
La reprobación generalizada del manejo que ha hecho Trump del mayor desafío de salud pública en un siglo ha afectado, evidentemente, su índice de popularidad. Solo 40% de los estadounidenses aprueban su gestión. El repudio mayoritario es aún más grave cuando se analizan un poco más de cerca los resultados de los sondeos de opinión. El número de votantes que lo desaprueba está creciendo: en una encuesta reciente del centro Pew, por ejemplo, 42% de quienes respondieron calificaron a Trump como un presidente “terrible”. La historia demuestra que los votantes que rechazan con tal claridad a un presidente, tienden a presentarse a votar y a hacerlo abrumadoramente en contra de quien reprueban. No solo eso: una vez que se ha formado una opinión tan contundente de un candidato, es prácticamente imposible hacerlos cambiar de punto de vista.
Los problemas de Trump crecen si sumamos las encuestas de los estados clave de la elección. Joe Biden lo supera con claridad en prácticamente todas las entidades que decidirán al próximo presidente de Estados Unidos. En algunos casos, como en Michigan o Pensilvania, el margen es mayor a 10 puntos. Es enteramente probable que Biden gane Arizona y Florida. Quizá pueda sumar también Georgia y, en lo que sería un hito en la historia política de Estados Unidos, incluso Texas.
Pero faltan cien días y algunas cosas pueden ocurrir todavía. La primera es que a Trump le funcione el cambio de tono sobre la pandemia. Dada la cifra de muertos y la curva que no cesa. Pero no es imposible que el reciente tono conciliador y moderado le ofrezca un respiro en cuanto a su gestión de la pandemia. La otra posibilidad es que los debates resulten desastrosos para Joe Biden, como ocurrió en 1988 con Michael Dukakis, el candidato demócrata. No es imposible que Biden tropiece, pero se antoja improbable. Más improbable aún es la posibilidad de que la economía repunte a tiempo como para que los estadounidenses decidan recompensar a Trump. ¿Qué le queda, entonces, al presidente?
Por desgracia, le queda la manipulación. En las últimas semanas, Trump ha desplegado o amenazado con desplegar a turbios agentes del orden en distintas ciudades. Esta suerte de policía federal con atribuciones y responsabilidades poco claras es un coqueteo inadmisible con el autoritarismo más peligroso. Él sabe que no hay mejor aliciente que el miedo para alejar el apetito de un cambio. Nada mejor que una guerra para que los votantes prefieran pertrecharse en el gobierno que ya tienen. Por increíble que resulte, Trump parece estar considerando la posibilidad de declarar la guerra a su propia gente. Las escenas desde la ciudad de Portland, por ejemplo, son aterradoras: nubes de gases lacrimógenos, policías que golpean manifestantes, agentes sin identificación que arrestan violentamente y sin causa probable a quien se les antoja. Si la violencia aumenta en las calles de Estados Unidos, no es imposible que el electorado prefiera guardarse antes que echar de la Casa Blanca a quien está avivando el fuego. Sería una desgracia para la democracia estadounidense, pero la condición humana, con sus incontables temores, es un misterio insondable.