Hace exactamente tres años, cuando apenas comenzaba la presidencia de Donald Trump , viajé a México para entrevistar a Andrés Manuel López Obrador sobre la amenaza que representaba el nuevo gobierno de Estados Unidos. López Obrador ya parecía entonces el probable ganador de la elección del 2018 y supuse importante saber cómo pensaba enfrentar el reto de convivir con Trump durante al menos dos años desde la presidencia de México.
Lo encontré sereno. Me dijo que el gobierno de Peña Nieto no había entendido los resortes de Trump, que le parecían mucho más políticos que económicos o ideológicos. A Trump, decía entonces, había que tratarlo con firmeza y altura. Pero no solo eso. López Obrador dijo estar convencido de que el encanto trumpista tendría una fecha de caducidad próxima.
Pensaba, me dijo, hablar con los estadounidenses para convencerlos de que México y los mexicanos no eran el villano que pretendía Trump. A eso, suponía López Obrador, se sumaría eventualmente el hartazgo del electorado estadounidense con un hombre que buscaba la “confrontación permanente”. “A Trump lo van a convencer las circunstancias. No le va a funcionar la estrategia”, me dijo. “Va a fracasar. En otras palabras: López Obrador suponía que Donald Trump y su proyecto no prosperarían más allá de un periodo presidencial. Los políticos demócratas, me dijo también, aprenderían las lecciones del 2016 y lograrían derrotar a Trump en 2020. (La entrevista entera está en YouTube)
Todo esto tenía sentido entonces. A principios del 2017, Trump se antojaba más como una figura disruptiva, excepcional pero transitoria que como un protagonista duradero y transformador de la vida política estadounidense. El escenario más probable era que, de ganar la presidencia, López Obrador tuviera que lidiar con Donald Trump por dos años complicados para luego entenderse mejor con un presidente demócrata, más afín a la supuesta causa progresista que decía defender.
Las cosas resultaron distintas. De sobra se sabe cuánto cambió aquella promesa de firmeza frente a Trump que López Obrador enarboló en campaña. Quizá en un intento por dejar correr el reloj antes del supuesto fracaso trumpista que López Obrador vaticinaba rumbo al 2020, el gobierno mexicano se ha dedicado a apaciguar al presidente de Estados Unidos, otorgando concesiones inéditas con implicaciones lamentables. El problema para el presidente de México es que el escenario cada vez más probable a diez meses de la elección presidencial en Estados Unidos es que Donald Trump y el trumpismo resulten exactamente lo opuesto de lo que López Obrador pronosticaba. Es muy posible que Trump no solo no fracase, sino que se consolide en el poder en las elecciones de noviembre.
La reelección de Trump supondría una encrucijada inmediata para Andrés Manuel López Obrador. Desprovisto ya de cualquier límite o rendición de cuentas, Trump y sus asesores probablemente ampliarían radicalmente la presión sobre México en materia migratoria y de seguridad. Y lo haría sin contrapesos internos. Si el triunfo de Trump en noviembre es contundente, el partido demócrata correrá el riesgo de fracturarse mientras que el partido republicano, que de por sí ha perdido la dignidad, se convertiría aún más en una herramienta al servicio de las peores pulsiones nativistas de Trump y el trumpismo. A eso hay que sumarle un problema mayor. Como López Obrador ha acostumbrado a Trump a la aquiescencia casi absoluta, es previsible que las exigencias descocadas aumentarán. Al verse validado en las urnas, se antoja muy improbable que Trump tolere resistencias desde México. Serían cuatro años muy largos.
¿Qué puede hacer el gobierno de México si gana Trump? Antes que nada, el presidente López Obrador deberá verse al espejo y recalibrar moralmente. Las consecuencias de aceptar las exigencias de Trump en materia migratoria han provocado una horrenda crisis humanitaria sin precedentes en la frontera norte de México, donde hay decenas de miles de centroamericanos durmiendo en las calles, expuestos a enfermedades, violencia y crimen. Esa crisis no es menor en la frontera sur: Tapachula es un catálogo de historias de horror. La culpa es del gobierno de México, que ha aceptado sin chistar medidas punitivas brutales y se ha resistido a exigir a cambio, por ejemplo, ayuda financiera que hiciera posible proveer de protección y servicios básicos a la población vulnerable de refugiados. Si Trump gana, López Obrador y su equipo de política exterior tendrían que sentarse a la mesa para negociar nuevos términos a largo plazo, que al menos hagan posible cumplir con la promesa del respeto mutuo que hoy ha quedado en una mala broma. El problema es que enfrente tendrán a un hombre sin riendas que se ha acostumbrado a funcionarios mexicanos que bajan la cabeza y doblan las manos. Buena suerte encontrando un común acuerdo con un tirano revalidado.