Finalmente se resolvió como debió haber sido: que la reforma constitucional en materia de Poder Judicial es constitucional.

En las últimas décadas, las derechas del mundo han recurrido insistentemente al protagonismo de los poderes judiciales para otorgar o restar legalidad a decisiones intrínsicamente políticas.

En el caso mexicano, todo el sexenio pasado jueces de distrito, tribunales de circuito, salas y pleno del Poder Judicial mismo fallaron insistentemente en suspender o anular políticas públicas del anterior gobierno: Tren Maya, Tren Interoceánico y modificación de libros de texto, por un lado, así como de reformas que tendían a modificar la regulación de las políticas neoliberales: leyes de la Industria Eléctrica, de Remuneraciones de las Personas Servidoras Públicas y de la Guardia Nacional, entre otras.

Fue tan así que la Corte terminó creyendo que debía transformar su función de garante del Estado de derecho en “contrapeso” de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, para convertirse, hubiese o no motivación jurídica, en oposición de las nuevas mayorías parlamentarias en el Congreso de la Unión y en los de las entidades federativas.

Así llegamos a la sesión del pasado 5 de noviembre, en la que se intentó imponer una mayoría más similar a una facción que a un conjunto de ministros doctos en el estudio constitucional, imparciales, objetivos e independientes de cualquier interés personal o político.

La sorpresa fue la ruptura de ese bloque mayoritario. Lo de menos eran los argumentos jurídicos con los cuales buscaban echar abajo la reforma judicial, sino la claridad de este objetivo.

Por ello, fue más notorio el voto del ministro Alberto Pérez Dayán, que mantuvo su posición respecto de la inviabilidad del estudio de reformas constitucionales que el cambio de criterio al respecto de los cinco ministros.

La argumentación del proyecto a discusión estaba tan saturada de falacias y deliberados fraudes al razonamiento jurídico que por ese solo hecho merecería ser considerado, como lo mencionó la ministra Norma Piña Hernández, como un hecho memorable en los libros de texto de nuestro país.

Ojalá algún día, con un poco de honradez intelectual, la comunidad jurídica lo analice detenidamente.

En síntesis, sostenía: que la reforma constitucional era una reforma electoral; que la Constitución contiene una sección pétrea, que no identificó con claridad, entre la que se encontrarían supuestas violaciones a derechos humanos y a la independencia judicial, conceptos que ni el discurso ni el proyecto del ministro González Alcántara alcanzaron a vincular lógicamente con la hoy reforma judicial.

Por ello, la propuesta de resolución del ministro era absolutamente caprichosa: suprimir la elección de jueces y magistrados y mantener la elección de ministras y ministros. Más allá del terrible precedente que habría significado invalidar una parte de la Constitución, esta resolución habría implicado la apertura indefinida hacia las decisiones de la Suprema Corte, una completa tiranía judicial.

El colmo fue cuando, viendo que no funcionó ninguna de sus estratagemas, se propuso que la decisión de invalidar la reforma judicial se tomara por solo seis votos, cuando la Constitución determina que, en un pleno integrado por once ministras y ministros, procede la invalidación legislativa por mayoría calificada de ocho. Este atrevimiento hizo que exclamara: “¡Wow, wow, wow!”, resumiendo la sorpresa ante este subterfugio.

Finalmente, ganó la razón. El propio Poder Judicial Federal evitó la supuesta crisis constitucional, y la reforma judicial va.

Ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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