Si algún procedimiento jurisdiccional, juicio, ha dado orgullo a los juristas mexicanos, es el juicio de amparo.
Desde su creación, en 1861, ha sido el principal juicio de nuestro país. Desde entonces, se diseñó para reclamar a la autoridad violaciones de garantías individuales, ahora identificadas con los derechos humanos.
Impulsado por Manuel Crescencio Rendón en Yucatán, en 1841, el juicio de amparo se traslada a nivel federal con el Acta de Reformas de 1847, promovido por Mariano Otero. Tanto la Constitución de 1857 como la de 1917 reiteran su aplicación en todo el territorio nacional.
En estos dos siglos de vigencia, lo han regulado ocho leyes: la Ley Orgánica de Procedimientos de los Tribunales de la Federación, del 30 de noviembre de 1861; la Ley Orgánica Constitucional sobre el Recurso de Amparo, del 20 de enero de 1869; la Ley Orgánica de los Artículos 101 y 102 de la Constitución Federal de 5 de Febrero de 1857, de 14 de diciembre de 1882; el Código de Procedimientos Federales, del 6 de octubre de 1897; el Código Federal de Procedimientos Civiles, del 26 de diciembre de 1908; la Ley Reglamentaria de los Artículos 103 y 104 de la Constitución Federal, de 18 de octubre de 1919; la Ley Orgánica de los Artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, del 10 de enero de 1936, y la Ley de Amparo, Reglamentaria de los Artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, publicada el 2 de abril de 2013, que se encuentra vigente.
Desde su nacimiento, el juicio de amparo ha procurado la defensa del ciudadano contra el abuso del poder del Estado: primero procedió contra actos del Poder Ejecutivo, después, contra leyes de carácter general y, finalmente, frente a las resoluciones jurisdiccionales.
En toda su concepción, el juicio de amparo es el juicio liberal por excelencia, incluso, conforme a las primeras concepciones de derechos humanos que acompañaron el surgimiento de los Estados nación en que transitaron monarquías absolutas a monarquías constitucionales o a repúblicas desde finales del siglo XVIII.
El mérito de los constitucionalistas mexicanos fue darle forma y lograr la fuerte institucionalización que ha merecido en nuestro régimen jurídico. Sin embargo, la concepción instrumental del juicio de amparo no se ha desarrollado a la par que la evolución conceptual de los derechos sociales, que avanzó fuertemente en las últimas décadas.
Cada vez es más difícil encontrar juristas que sostengan, como durante mucho tiempo se afirmó, que los derechos sociales tenían carácter exclusivamente retórico, pues en la práctica eran inaplicables.
Más allá de las teorías formales de justicia (igualdad ante la ley en vez de igualdad sustantiva), el principal argumento de la imposibilidad fáctica de los derechos sociales se sostenía en la inalcanzable producción material de bienes que satisficieran hasta las necesidades más básicas de la población. Ahora sabemos que eso no verdad, pues la Humanidad produce más alimentos de los que consume la totalidad de sus habitantes, que construimos un número mayor de casas que personas existen en situación de calle, etcétera. Es decir, que no hay tal imposibilidad fáctica de justicia social. Sin embargo, nuestros instrumentos jurídicos siguen defendiendo sólo derechos individuales.
Por supuesto que los programas de gobierno deben constituir el mayor instrumento de satisfacción de necesidades sociales, sin embargo, la justicialización de derechos sociales podría resolver a nivel individual la ausencia de satisfactores elementales para personas determinadas.
Creo que podríamos pensar en ello, como una reforma secundaria deseable para la nueva fase en que ingresará nuestro sistema de justicia.
Ministra SCJN