Cuestionar el uso de la toga no es prioritario en las redefiniciones del Poder Judicial y del papel del juez, de la jueza, en un régimen democrático. Sin embargo, simboliza valores que sí deben ser cuestionados: separación con la gente común, ostentación de privilegio, apariencia sabiduría excepcional.
Se atribuye a la antigua Roma el origen del uso de la toga, como una prenda propia de la nobleza. Durante el imperio romano, adquirió elementos decorativos que agregaban, a la distinción de clase, jerarquía por origen y relaciones familiares o profesionales.
En el Renacimiento, la vestimenta varonil comienza a adquirir carácter gremial y, después de 1650, profesional, en relación con actividades dirigidas al estudio (prohibidas para las mujeres): órdenes religiosas, universidades y profesiones de justicia y de medicina.
En México, se ha ubicado en 1772 el inicio del uso de la toga, cuando una cédula real la autorizó en abogados seculares, lo que resulta probable si se considera que el Colegio de Abogados de México se fundó en 1760. Desde entonces, su uso era obligatorio de tribunales de España, como hasta ahora, durante las audiencias públicas, reuniones y actos solemnes, en los que jueces, magistrados, fiscales, secretarios, abogados y procuradores deben portar toga y, en su caso, placa y medalla de acuerdo con su rango.
Para ministros y ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el uso de la toga es obligatorio en audiencias por decreto presidencial del 8 de mayo de 1941, según el cual debe estar elaborado “de seda mate negra, con cuello, vueltas y puños de seda brillante del mismo color”.
Magistrados y magistradas de tribunales superiores de justicia locales también utilizan la toga: Estado de México, Hidalgo, Aguascalientes, San Luis Potosí, Quintana Roo y Durango, conforme a las leyes orgánicas de los poderes judiciales; Sinaloa y Coahuila, por acuerdo del Consejo de la Judicatura local, y Baja California Sur y Querétaro, por decisión de sus tribunales superiores.
En México, las personas juzgadoras somos funcionarias republicanas. ¿Por qué buscar separarnos de la gente? La toga ayuda a reforzar la idea de que la justicia es contramayoritaria, impopular, como si no existieran nociones universales y de sentido común de la justicia.
En una república, ¿debe subsistir el privilegio, la ostentación? ¿Se justifica la existencia de personas servidoras públicas privilegiadas? No, porque su legitimidad proviene de la voluntad popular y de su capacidad de servicio, de su eficiencia. El principio de igualdad implica que las personas nombradas en cargos determinados no por ser superiores, sino para cumplir funciones determinadas.
La sabiduría excepcional que se atribuye al uso de la toga es una presunción que sólo cobra sentido en la práctica, en la emisión lógica, útil, benéfica, de sentencias. Ni siquiera los grados académicos aseguran que juezas y jueces actúen con integridad, probidad y sabiduría al emitir una sentencia. La toga implica una ostentación de conocimiento y pertinencia no necesariamente cierta.
Hace cuatro siglos, Galileo Galilei escribió “contro il portar la toga”, en rebeldía por el engaño de sabiduría que su portación implicaba.
Quizá sea hora de abandonar, o al menos resignificar, la estética de los poderosos como diferentes. Una democracia debería emular solemnidad en la igualdad, no en la apariencia, en la faramalla de la arbitrariedad y del abuso.