El pasado 18 de octubre, horas antes de la derrota que sufrió el ejército mexicano en Culiacán, Olga Sánchez Cordero, secretaria de Gobernación, presidía un evento en la plaza de Ocosingo, Chiapas, en cuyo templete se leía: Disculpa Pública y Reconocimiento de Responsabilidad que ofrece el Estado Mexicano: “Caso Hermanas González Pérez”
Se trataba del caso de la señora Delia Pérez de González y sus hijas Ana (20 años), Beatriz (18 años) y Celia (16 años). En junio de 1994 las mujeres tzeltales fueron detenidas arbitrariamente en un retén militar en el municipio de Altamirano en el estado de Chiapas donde, para permitirles pasar, debían ser revisadas. Era el año de la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y los pobladores eran sujetos de robos y manoseos por parte de los soldados. Para evitar los abusos, Delia y sus hijas buscaron otro camino pero fueron detenidas por otros soldados y llevadas al retén original.
Las jóvenes fueron separadas de su madre y llevadas ante un sargento. Sin un intérprete comenzó el interrogatorio y la tortura para que se declararan miembros del EZLN y entregaran sus armas. Al no obtener sus confesiones, unos 10 soldados las aventaron a un cuarto para golpearlas y violarlas sexualmente de forma repetida. Al final del suplicio, alguien le tradujo al oficial para que las víctimas entendieran que si denunciaban el incidente las llevarían detenidas a Cerro Hueco o bien, las matarían.
Tras denunciar el ataque el 30 de agosto de 1994, la violencia del ejército no fue lo único que padecieron las hermanas González Pérez. No sólo fueron estigmatizadas por ser víctimas de violencia sexual sino que tuvieron que salir de su comunidad pues sus vecinos tenían miedo a posibles represalias.
El expediente fue trasladado a la jurisdicción militar en septiembre de 1994 y acabó por ser archivado. Asistidas por organizaciones civiles, se presentó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que resultó en una recomendación en contra del Estado mexicano en el 2001.
Después de 25 años de injusticia tras injusticia, la semana pasada, el Estado hizo un ademán de enmienda. En la ceremonia desfilaron diversos funcionarios del gobierno federal y local. Los únicos que no desfilaron fueron los miembros del ejército. Acostumbrados a las exhibiciones para ser aplaudidos en las calles del centro de la capital, declinaron la oportunidad de mostrar un gesto de humildad y aceptar que se equivocaron. El desagrado por su ausencia se escuchó dos veces, primero en tzeltal en boca de las víctimas y luego en voz del intérprete. “¿Dónde está Sedena?.. ¿Dónde está Sedena?”, gritaban en el público. Beatriz González remató: “Y ustedes, van a quedar como testigos de que los de Sedena no estuvieron presentes... y lo último que les quiero decir es que, si sufren de algún tipo de violencia no se queden callados, hablen y alcen la voz.”
Parte fundamental de los actos de justicia restaurativa es poder contar con el reconocimiento de culpa del responsable directo o de su institución, eso es lo que verdaderamente repara.
Para evitar que las arbitrariedades desencadenen escenas de perdón en el futuro al Estado de hoy le hace falta hacer su tarea. Tal y como sugiere Santiago Aguirre, director del Centro Prodh, el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene al menos dos promesas pendientes de cumplir: la de crear un cuerpo de control interno a la Guardia Nacional que fiscalice y judicialice abusos de miembros adscritos a este cuerpo y, segundo, la concreción de un mecanismo externo de supervisión a través de la colaboración con la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. Mientras estos mínimos no sucedan, Sedena seguirá brillando por su ausencia al momento de rendir cuentas.
Miembro de la Comisión técnica para la transición de la PGJ a la Fiscalía General de Justicia de la CDMX