Los diarios del mundo hablaron sobre el shock en el que se encontraba la sociedad británica ante el fallecimiento de la Reina Isabel II. Vimos, a través de la televisión y redes sociales a los ingleses, escoceses e irlandeses expresar con flores, lágrimas y largas filas la pena de su pérdida. Por más que la monarca había cumplido los 96 años de edad y por más que había cumplido 70 desde la ascensión al trono, y su muerte fuera un asunto inminente, estos días Isabel II pareció más que nunca, más que en la última década en la que mantuvo una popularidad del 80%, el sostén y la contención patriota y emocional de su pueblo. En un momento de esta aflicción, pareció ser hasta el sostén personal o económico de su gente. Un deceso ineludible, pero profundamente desolador.
Con la muerte de Isabel II se desvanece no solo el último símbolo de honorable liderazgo que el Reino Unido ha experimentado y vanagloriado a nivel nacional e internacional en los últimos tiempos, se desvanece entonces la esperanza de unión y potencia que, aunque la reina no tenía la capacidad de lograr, sus funerales lo consiguieron.
Diez días después llegó el silencio.
Los dos minutos guardados en su honor al terminar la misa en la Abadía de Westminster desencadenaron un sentir más profundo. Las horas que han seguido después de que el cofre descendió en la Capilla de San Jorge, en el Castillo de Windsor, han dejado respirar y pensar con mayor claridad.
¿Acaso la reina era más grande que la monarquía misma?, pregunta Marina Hyde, columnista de The Guardian.
Quizás.
Lo que es seguro es que el orgullo no alcanza ni alcanzará. La identidad nacional desplegada con un delirante sinfín de rituales, símbolos, cañonazos, objetos preciosos, rezos, más casi 6 mil militares, mil 650 miembros de la guardia real, y el sonido de las gaitas resonando en los corazones, no tapan ni taparán la inflación acumulada del 9.8% anual del país, no evitarán la recesión ni el largo invierno que se avecina con el alza en los precios del gas. El sentido patriota no alcanza para unir a un país profundamente dividido, sentimiento exacerbado aún más desde el Brexit. Porque un país no lo hace una reina, no lo sostiene ni la mejor reina, ni la mejor mujer, ni la mejor líder de la historia. Eso, Isabel II lo sabía. En aquel discurso con motivo de las fiestas navideñas en 1957, habló de lo que ella podía aportar. “Hoy las cosas son muy diferentes. No puedo conducirlos a la batalla, no les doy leyes ni imparto justicia, pero puedo hacer otra cosa, puedo darles mi corazón y mi devoción por estas viejas islas y por todos los pueblos de nuestra hermandad de naciones”. Y sí, el pueblo británico tiene el corazón de Isabel II en sus manos, y el respeto profundo por una digna jefa de Estado que colocó su deber ante todo, pero el pueblo británico no podrá ser salvado solo por la integridad de la monarca ni el sentido patriota que los mantuvo en armonía mientras rendían tributo y luto estos días.
Ni el pueblo británico puede ser salvado por una persona ni ningún otro.
El orgullo cívico y no el patriota es el que puede resolver y salvar. El orgullo cívico, ese que se genera no de la historia ni de los rituales, sino de líderes respetuosos de las instituciones y leyes, es el que gesta las mejores naciones por el nivel de bienestar que alcanzan sus ciudadanos, y quienes a su vez son más participativos políticamente en un entorno que los respeta. Así lo afirma la investigación Subjective Well-Being and National Satisfaction: Taking Seriously the ‘Proud of What?, de Tim Reeskens, de la Universidad Católica de Bélgica, y Mathew Wright de la American University.
Y si ni la gran Isabel II logró con su soft power salvar ni social ni económicamente a su pueblo, que entonces los fantoches -que no fomentan el orgullo cívico y mal ejercen el orgullo patriota, nos dejen en paz. Que los populistas presentes y por venir, preocupados principalmente por conservar el poder, por sus nombres en los libros de historia o por sus caras en los billetes que ya quisieran empezar a imprimir, nos dejen en paz. Que de nada servirá su alta aprobación a lo largo de los años, que de nada servirá su peso como individuos –aunque de yunque, en una verdadera transformación sociopolítica.
Que de nada servirá su despliegue de elementos simbólicos de la cultura, la historia y el lenguaje, si acaso para el engaño y la simulación. Que de nada servirán sus alusiones a la identidad nacional o al orgullo histórico por las Fuerzas Armadas para fingir salvarnos de la violencia. Que de nada servirá el orgullo de ser mexicano, mostrado en las encuestas del pasado 16 de septiembre.
Las faltas a los derechos humanos y la falta de transparencia en el uso de recursos públicos no se esconden con la bandera ni con el discurso.
Que la muerta de Isabel II sea una alarma, por más lejanas que estén esas islas y por más lejanos que parezcan todos los comparativos.
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