Hace unos años, una década quizás, en el mundo corporativo más incluyente, cada #8M se solía repartir una rosa roja a las mujeres colaboradoras de la empresa, o bien se les solía enviar un correo electrónico para felicitarlas por su día. Ellas, sonrientes, agradecían o no, sin entender bien si se trataba de un festejo. Las más informadas comentaban el punto de la violencia de género, pero lo dejaban pasar pronto. Afuera, en las calles, en un mundo completamente distinto al de las oficinas de tacones, elevadores y aire acondicionado, la marcha de las feministas sucedía de cualquier manera, como cada año desde la década de los 70’s. Sucedía sin que muchos medios la cubrieran, sin que los periódicos cambiaran el color de su logo a morado, y mucho menos que la llevaran a las primeras planas. En 2014, tres años antes de la ola provocada por el #MeToo desde Estados Unidos, se observó un crecimiento de las protestas en la capital mexicana. Para 2016, cuando en México se mataban “apenas” 7 mujeres al día, la marcha salió de Ecatepec —el municipio con el índice de feminicidios más alto en el país, y se contabilizaron unas seis mil mujeres gritando consignas y bajo el lema #VivasNosQueremos. En aquel entonces, el término feminista apenas empezaba a colarse a los vocabularios de las clases medias mexicanas, que estaban más enganchadas con el asunto del “girl power”, que con asociarse con aquella vieja imagen de una mujer académica o solterona y sin deseos sexuales, odiadora de los hombres. Las revistas, faros de los estilos de vida, no utilizaban el término feminista en sus portadas ni en sus interiores. No se les ocurría siquiera a sus editores o editoras, como a las mujeres ejecutivas tampoco se les ocurría marchar. Ni con el aumento de los feminicidios y la violencia, ni cuando explotó el #MeToo. El término seguía cargando una connotación negativa y la violencia de género estaba muy bien cubierta por el patriarcado que suele contener las rebeldías femeninas cuando se le salen del guacal.
Bajo este panorama, aunque perplejo y también soberbio de las denuncias manifiestas o anónimas sobre los abusadores y del seguimiento al caso Harvey Weinstein, el oportunista patriarcado le abrió la puerta al negocio. El feminismo corporativo se hizo presente y hasta funcionó como un distractor de los verdaderos problemas y de la brecha de género en el mundo. ¿No es así? ¿Qué tanto ayuda o perjudica el “feminismo superficial” a la lucha feminista de los derechos humanos de las mujeres? La argentina Rita Segato, en aquella plática que dio hace un par de años sobre feminismo y democracia, agendó que era importante reconocer que el tema de género es omnipresente, y que aquel canto chileno de “El violador eres tú”, traducido a no sé cuántos idiomas en cuestión de días ha sido el mayor logro del feminismo en el campo discursivo. Y no digo yo que el canto chileno es superficial, no se mal entienda.
Volteo a ver hoy al mundo corporativo, que en pañales en México en cuanto a políticas internas de diversidad y género, cuestionando cuotas todavía, y negando la paridad salarial y los permisos de paternidad, pero abriendo sus puertas —más a fuerza que voluntariamente, para que las ejecutivas maten un proyecto de feminismo corporativo o para que vayan a marchar enfundadas en morado, y siendo menos juicioso con las que ya se atreven a llamarse feministas. Un poco, no tanto, pero como dice Segato, hay que aprender a ver eso.
Así, no somos una, no somos cien, no somos 180 mil, Pablo Vázquez Camacho, secretario de Seguridad Ciudadana, pinche gobierno, cuéntanos bien.