La crudeza con que cotidianamente se nos manifiesta la dimensión trágica de la migración centroamericana parece no tener límites. A las imágenes de las caravanas de niños migrantes , se suman las de los dramáticos enfrentamientos entre quienes se desplazan y las fuerzas de seguridad de los países de tránsito, o las macabras escenas como las de los 19 migrantes calcinados, en el municipio mexicano de Camargo, Tamaulipas; “Remain in México” se llamó la política que les dejó para siempre en ese país. Si bien la pandemia redujo temporalmente estos flujos migratorios, se calcula que, entre diciembre y enero pasados, arribaron en promedio a la frontera entre México y Estados Unidos cerca de mil personas al día procedentes de Guatemala, Honduras y El Salvador.

En gran medida, este es el resultado de un fenómeno inédito de violencia, marginación y deterioro tanto de las condiciones de vida como del cambio climático que azota a algunos de los países centroamericanos. Para dimensionar apropiadamente la alarmante combinación de retos en materia de desarrollo económico, migración, inseguridad y escasez de oportunidades que golpean a estas naciones, tómense en cuenta los siguientes datos. Cuatro de los seis países más pobres de América Latina son centroamericanos, lo mismo que cuatro de los cinco países del hemisferio con los más altos niveles de informalidad y dos de los tres países más violentos del mundo. En esos mismos cuatro países, el 60% (5.4 millones) de los niños y adolescentes en edad de estudiar no tienen acceso al sistema educativo y los costos asociados al crimen, se calculan en alrededor del 8% del PIB regional superando los gastos en salud y seguridad social. Lo anterior se mezcla a la disfuncionalidad de gobiernos con una rampante corrupción pública y una recaudación notoriamente insuficiente – equivalente al 14% del PIB regional- que han limitado seriamente la capacidad de ofrecer servicios públicos de calidad y con adecuada cobertura.

Si bien las élites locales no tienen excusa alguna de la grave situación de estos países, es justo decir que los problemas asociados a la migración centroamericana son también la consecuencia de políticas y enfoques inadecuados para abordarlo, de manera integral, por parte de prácticamente todos los países involucrados, entre ellos el país de destino. En un contexto caracterizado por la ausencia tanto de un acuerdo bipartidista alrededor de una reforma a la política migratoria o un enfoque para la gestión de la frontera sur, las decisiones de la Casa Blanca en los últimos años han dejado mucho que desear en materia humanitaria y no han articulado una propuesta de desarrollo integral para la región. Desde que la administración del expresidente Obama deportó a migrantes en cantidades récord, hasta las brutales políticas del expresidente Trump que separaron a decenas de miles de familias migrantes, obligaron a los países centroamericanos y a México a contener los flujos migratorios mediante acuerdos de tercer país seguro y que violentaron el derecho de asilo y refugio, Estados Unidos no ha logrado sostener una política que responda a las razones últimas del desarraigo de las poblaciones centroamericanas.

No obstante, el contexto del cambio de administración en los Estados Unidos parece propicio para relanzar un esfuerzo de interlocución con el gobierno del presidente Biden que ha lanzado un “Plan para fortalecer la seguridad y la prosperidad con los pueblos de Centroamérica” que contempla 4 mil millones de dólares en asistencia, y que ha sido incorporada en algunos de sus elementos a la reforma migratoria recientemente enviada al Congreso, conocida como el the U.S. Citizenship Act of 2021.

Esta es una oportunidad que las naciones del istmo centroamericano no deben desperdiciar y frente a la cual un grupo de ciudadanos de la región, hemos formulado algunas recomendaciones con el objetivo de complementar y robustecer la eficacia y el impacto de las políticas de la administración Biden hacia Centroamérica.

En el documento intitulado “Centroamérica y Estados Unidos: hacia una relación de fructífera vecindad” advertimos de tres importantes elementos a tomar en consideración. En primer término, la necesidad de ir más allá de los países del llamado Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras), y considerar a la región en su conjunto. Los efectos de las grandes amenazas que pesan sobre la región como el crimen organizado, el cambio climático, y el deterioro democrático se hacen sentir en otros de los países. Las operaciones de las bandas criminales alcanzan a toda la región, los huracanes y las sequías golpean corredores transfronterizos, los desplazamientos de población no son sólo hacia el norte, también se dirigen hacia el sur, y la deriva dictatorial en Nicaragua hace palidecer los faltantes democráticos de sus vecinos del norte. No sólo los retos son compartidos, también las respuestas tienen un fuerte condicionamiento regional, considerando los instrumentos que estos países han diseñado para gestionar procesos comerciales, energéticos, aduanales, de seguridad, migración y otros.

El segundo elemento que recomendamos, es ampliar la interlocución con actores no gubernamentales. La región tiene una asignatura pendiente para presentarse unida y con una voz común frente a los grandes temas que conciernen a sus habitantes, entre otras razones por las divergencias entre los liderazgos políticos de quienes gobiernan estos país. Adicionalmente, algunas de las élites han fallado en sostener esfuerzos significativos de reforma institucional como lo demuestran la finalización de las misiones contra la corrupción en Guatemala (CICIGI) y en Honduras (MACCIH) y la aún limitada capacidad técnica y cuestionada independencia de la CICIES en El Salvador. Un mayor protagonismo y participación de la sociedad civil en los procesos de reforma institucional que la región urgentemente necesita, podría blindar los avances frente a presiones políticas y corporativas.

Finalmente, para evitar que una estrategia de cooperación no termine en el reduccionismo de la agenda migratoria de los Estados Unidos, se deberán integrar diversos componentes que atiendan problemas de fondo como la acción climática, la integración económica y comercial, la apuesta por la educación, la innovación y el uso de la tecnología como medios para combatir la desigualdad y la inclusión, el apoyo a las respuestas a las emergencias de salud y el fortalecimiento al combate de la inseguridad alimentaria y la desnutrición. En este orden de cosas, resulta inevitable el llamado que hemos hecho a las nuevas autoridades de la administración Biden, a dar un paso decidido para replantear la estrategia de guerra contra las drogas que ha prevalecido en los últimos veinticinco años. El reciente informe de la Western Hemisphere Drug Policy Commission, reconoce el “fracaso colectivo” de los esfuerzos por controlar el uso indebido y el tráfico de drogas en el Hemisferio, que han generado un destructivo saldo humano e institucional, especialmente para Centroamérica.

Tenemos la oportunidad de hacer de nuestra vecindad y amistad con los Estados Unidos de América, una fortaleza que abone a la realización de las aspiraciones de prosperidad, seguridad, paz y estabilidad de los ciudadanos centroamericanos, y que prevenga las trágicas caravanas de migrantes que todos los días cubren de luto a estas pequeñas naciones.

*Expresidenta de Costa Rica

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