Isabel Castillo
El 25 de octubre, Chile enfrentará su elección más importante desde 1988, cuando mediante un plebiscito se inició la transición a la democracia. En 2020, nuevamente mediante plebiscito, la ciudadanía podrá decidir si iniciar un proceso para reemplazar la constitución heredada del régimen de Pinochet (opciones “apruebo” o “rechazo”) y el tipo de convención que deberá redactarla (“convención mixta” compuesta por mitad de parlamentarios en ejercicio y mitad electos, o la “convención constitucional” con 100% miembros electos con ese fin). Este proceso, resultado de un acuerdo político transversal, busca canalizar institucionalmente la crisis que estalló en octubre de 2019, en que las bases del modelo de desarrollo se pusieron en entredicho en un contexto de protestas extensas, prolongadas y fuertemente reprimidas.
Tanto las protestas como el proceso eleccionario se vieron congelados a mediados de marzo con la llegada de la pandemia de la Covid-19. El plebiscito, inicialmente agendado para abril, debió ser postergado a la vez que la discusión política se trasladó a la esfera sanitaria y los efectos sociales y económicos de la pandemia. Más allá de la postergación, la pandemia ha tenido efectos en dos arenas distintas de la discusión.
Por una parte, al igual que en otros países, la pandemia ha tenido consecuencias desiguales. La posibilidad de hacer una cuarentena efectiva es reducida dadas las malas condiciones de habitabilidad, desempleo e informalidad, que aquejan a sectores importantes de la población. La pandemia también ha desnudado los escasos avances en igualdad de género en materia, particularmente en materia de cuidados y en lo frágil que ha sido la incorporación de mujeres al mercado laboral. Estos temas se vuelven relevantes considerando que, entre los actores movilizados, las organizaciones feministas han tenido un rol protagónico.
Una vez contagiados, la letalidad del virus también es heterogénea. Recientemente, el testimonio de una ex funcionaria del Ministerio de Salud indica que las personas contagiadas con el virus que tienen seguro de salud público tienen un 86% mayor probabilidad de morir que los con seguro privado, lo que es refrendado por análisis preliminares respecto a la distribución territorial de los fallecidos. Estos debates mantuvieron en la agenda la crítica de fondo a las múltiples y profundas desigualdades y segregaciones existentes en el país que se buscan abordar en el debate constitucional.
Por otra parte, la pandemia, dejó de lado la discusión electoral sobre cómo llevar a cabo el plebiscito. Hasta fines de julio, cuando se aprobó permitir el retiro de un 10% de los fondos individuales de pensión como medida para palear la crisis, la discusión política y legislativa estuvo centrada en las (tardías e insuficientes) iniciativas del gobierno para abordar los efectos del desempleo y disminución de ingresos de parte importante de la población. E implícitamente persistía la incertidumbre respecto a si la situación sanitaria permitiría la realización del plebiscito o si se debería postergar nuevamente, evitando adelantar cualquier medida respecto al proceso electoral. Así, solo en agosto comenzaron a discutirse medidas especiales para llevar a cabo el plebiscito, cuando ya era muy tarde.
Por esta postergación del debate, finalmente se determinó que las personas contagiadas de coronavirus (con un examen PCR+) no podrán votar, privando de su derecho a voto en torno a 15.000 personas. A esto se suman los contactos estrechos de los contagiados, ambos grupos eventualmente arriesgando sanciones. Se discutieron brevemente alternativas como el voto domiciliario, pero no había suficiente tiempo para el cambio legal.
Además, existe la dificultad adicional para crear un padrón con anticipación, ya que el listado de personas contagiadas varía de forma diaria, por lo tanto, esta solución sería probablemente parcial. Es de esperar que el tema se pueda resolver con suficiente anticipación para los procesos electores del año próximo, cuando seguramente seguiremos en pandemia. Y la discusión puso sobre la mesa la realidad de otras poblaciones que se ven de facto imposibilitadas de ejercer su derecho a voto, como las personas privadas de libertad que no hayan sido acusados de un delito que merece plena aflictiva.
Entre las medidas especiales que se adoptaron con el fin de lograr un plebiscito seguro está la entrega de kits sanitarios a quienes ejerzan como vocal de mesa, incorporar facilitadores para hacer respetar la distancia entre personas, extender el horario de votación, aumentar el número de locales de votación para evitar aglomeraciones y establecer un horario preferente para que sufraguen adultos mayores.
Chile tiene voto voluntario y no se exige un nivel mínimo de participación en el plebiscito. Sin embargo, el nivel de participación está ciertamente ligado a la legitimidad del proceso y más que el resultado mismo —parece haber poca duda de que la opción apruebo resultará vencedora— la gran interrogante es cuánta gente irá a votar. Esto, a pesar de que la evidencia comparada muestra que la pandemia no ha disminuido de manera importante el número de electores. En Chile, en la última elección presidencial votó solo un 46% del padrón electoral. Las encuestas pronostican entre 60-70% de participación, cifras dan cuenta del proceso de politización que se ha vivido en el último año. De todas maneras, se mantiene un halo de incertidumbre.
Además del miedo al contagio, hay otros factores que pueden impactar en la participación derivados de la pandemia, pero también de la falta de claridad de las autoridades, decisiones tardías e insuficiente información. Las actividades de campaña se han visto fuertemente reducidas, sin posibilidad de contar con actos masivos, afectado el clima eleccionario en alguna medida. Es una interrogante si los ajustes introducidos al proceso – como cambios locales de votación o la ampliación del horario – serán incorporados por la ciudadanía. Y a dos semanas de la elección, no se ha anunciado ninguna alternativa de transporte gratuito o rebajado.
El proceso constituyente es rechazado por voces minoritarias, pero fuertes. Con seguridad, los cuestionamientos e intentos de sabotaje se mantendrán durante todo el proceso, incluyendo cuando la convención deba determinar sus reglas de funcionamiento y cuando se entre a los debates sustantivos. Sectores de derecha buscarán que la nueva constitución se aleje lo menos posible del status quo. Sectores de extrema izquierda, por su parte, podrán cuestionar el proceso si no cumplen sus demandas maximalistas. En consecuencia, comenzar el proceso con importantes niveles de participación, más aún en medio de una pandemia, es el principal argumento para acallar las voces que cuestionen la legitimidad del cambio constitucional.
Isabel Castillo es politóloga e investigadora en el Centro de Estudios de Historial Política, Universidad Adolfo Ibáñez e investigadora adjunta en el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social. PhD en Ciencia Política por Northwestern University.
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