Por: Ariel Sribman Mittelman/Latinoamérica21
Son gente de poder. No filósofos ni filólogos: son políticos. Suelen tener un dominio limitado del idioma en cuanto dardo portador de belleza, pero gran eficacia a la hora de aprovecharlo como herramienta política. Suelen ser incapaces de escribir un endecasílabo, pero pueden conseguir que millones de ciudadanos acepten la definición que ellos han ideado –estrictamente en atención a su conveniencia– de alguna palabra o concepto.
Así, por ejemplo, con la democracia. La pulsión por redefinir este concepto de acuerdo a las necesidades de cada circunstancia es directamente proporcional a la inconsistencia en su uso. Dicho más sencillamente: cada vez que un político se llena la boca de democracia crecen las contradicciones y se entiende menos a qué se está refiriendo con ese término. Algunos simulan comprenderlo, porque aspiran a saturar la palabra “democracia” con un contenido ético, despreocupándose de que eso implique vaciarla de contenido técnico-político. Es decir, consideran que democracia equivale a bien; todo lo que suene a bien cabe dentro de la democracia. Puede ser un método (como las elecciones), puede ser un valor (como la igualdad), puede ser un sistema (como la división de poderes), puede ser un símbolo (como la república).
Algo similar ocurre con la soberanía. En algún momento de la historia significó algo. Significó una cosa: una sola, clara y muy concreta. Sin embargo, quien lea escritos sobre soberanía publicados en el siglo XXI y luego se acerque a Jean Bodin, padre del concepto moderno en el siglo XVI, sufrirá una especie de colapso térmico. En términos generales podemos decir que la soberanía pasó de ser la descripción de una sencilla circunstancia, a saber, que un actor ostenta más poder que otro; pasó de ahí a representar con estupefaciente grado de abstracción las aspiraciones de dignidad de cualquier grupo que se autoperciba como oprimido.
No casualmente, los conceptos que se estiran como chicles en las políticas bocas son los que acaban remitiendo al poder del pueblo. Es decir, los que sirven para adularlo. Democracia: la potestad del pueblo para decidir. Soberanía: la dignidad del pueblo frente a poderes que pretenden oprimirlo. Los ejemplos podrían seguir hasta el empacho.
A partir de esta idea general se puede abordar una gran variedad de eventos políticos recogidos cotidianamente por medios de todo el mundo. En este caso, veamos qué ocurrió en Nicaragua y en Honduras, con apenas unas semanas de diferencia.
Primer acto: Nicaragua, 25 de octubre de 2021. Daniel Ortega nombra a su esposa y vicepresidente, Rosario Murillo, co-presidente . Es decir, la eleva a rango presidencial. Sin embargo, se trata de una operación meramente discursiva: el cargo de co-presidente no existe ni se puede crear sin reformar la constitución. Más aún: ni siquiera virtualmente recibe Murillo las atribuciones del presidente. Usemos, ahora sí, la palabra soberanía en toda su potencia: entre Ortega y Murillo, la relación de soberanía, el resayo de poder, se inclina forzosamente a favor del presidente. La co-presidencia son las deslumbrantes galas de una reina desnuda.
Segundo acto: Honduras, 28 de noviembre de 2021. Las elecciones presidenciales son ganadas por una coalición: presidente de un partido, primer designado presidencial (equivalente a vicepresidente) de otro. Nadie habla de co-presidencias ni pone en duda las jerarquías formales: primero, la presidente; por debajo, los vices. Sin embargo, Salvador Nasralla, primer designado presidencial de la fórmula electoral ganadora, no se demoró en marcar territorio: “Tomaremos las decisiones junto a [la presidente] Xiomara, estaremos en el poder porque no seremos designados como en los partidos tradicionales. (…) no vamos a ser figuras decorativas, nosotros vamos a estar acuerpando las decisiones y participando en las decisiones que el gobierno va a realizar a partir del 27 de enero”, aseguró el vice a El Heraldo .
Puesto que nos hemos situado entre bastidores, recurramos al gran maestro inglés del género. “What’s in a name?”, se preguntaba Shakespeare haciendo vibrar la voz de Julieta. ¿Qué hay en un nombre? Y seguía: “Eso que llamamos rosa, lo mismo perfumaría con otra designación” (en traducción de Matías de Velasco y Rojas, Marqués de Dos Hermanas). Es decir: los nombres dan igual; lo que importa son las realidades que representan. Romeo seguiría siendo Romeo aunque no llevara el proscrito Montesco por apellido.
¿Funciona esa idea si la bajamos de las tablas al prosaico escenario político? Recordemos: los políticos usan las palabras como bombas que caen tosca y verticalmente, causando gran estruendo; no como dardos que se deslizan grácil, silenciosa, horizontalmente por el aire. El “¿Qué hay en un nombre?” hilado con finura de Capuleto se transforma en la arena política en un basto “¡qué más da, si nos entendemos!”.
“Pues da”, respondió sabiamente Lázaro Carreter. No lo escribió pensando en las instituciones políticas, pero a ellas se puede aplicar tan cabalmente como a cualquier otra esfera de nuestras sociedades. Por lo mismo que resulta peligroso confundir democracia a secas con democracia liberal, y ésta con Estado de Derecho; por eso mismo es riesgoso confundir vicepresidencia con co-presidencia, y ésta con designación presidencial. ¿Y cuál es ese motivo? Que tales confusiones no son azarosas ni inocentes. Son bombas toscas y verticales, pero también eficaces y estruendosas. Lo único que nos protege de los abusos del poder son las instituciones. Si se alteran los significados de las instituciones y sus contornos, si se desprecian las palabras que marcan sus límites, que se produzcan abusos de poder es mera cuestión de tiempo.
Las declaraciones antes citadas de Salvador Nasralla son un temible ejemplo. Reiterémoslas: “Tomaremos las decisiones junto a [la presidente] Xiomara, estaremos en el poder porque no seremos designados como en los partidos tradicionales. (…) no vamos a ser figuras decorativas, nosotros vamos a estar acuerpando las decisiones y participando en las decisiones que el gobierno va a realizar a partir del 27 de enero”.
¿Habrá reparado Nasralla en el artículo 235 de la Constitución hondureña? “La titularidad del Poder Ejecutivo la ejerce en representación y para beneficio del pueblo el Presidente, y en su defecto, los Designados a la Presidencia de la República”. Solamente en defecto del Presidente. Mientras hay Presidente, los Designados no ejercen el Poder Ejecutivo.
¿Qué más da?, se preguntará Nasralla. Es la misma pregunta que se habrá hecho Daniel Ortega al nombrar co-presidente a Victoria Murillo. Honduras y Nicaragua se encuentran en los puestos más bajos de todos los índices de calidad democrática. Dicho de otra manera: pues da. Y tanto que da.
Ariel Sribman Mittelman Politólogo y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Estocolmo. Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Especializado en la sucesión del poder, especialmente la vicepresidencia en América Latina.
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