Hoy pareciera que un fantasma recorre el mundo dominando sobre todo el discurso y el análisis político. Nutre las marchas en las ciudades, da aliento al propio quehacer de la clase política e ilustra las publicaciones de todo tipo. El escenario actual peruano; las tensiones generadas en Brasil, México o El Salvador por sus respectivos presidentes Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador y Nayib Bukele; el peso recurrente de la grieta en Argentina; el empantanamiento de la situación en Colombia; las dinámicas autoritarias excluyentes de Nicaragua y de Venezuela... Todo parece configurar parte de un libreto universal que tiene sus antecedentes inmediatos en el último lustro tras el Brexit británico, la elección de Donald Trump o el independentismo catalán. La polarización es el gran demiurgo.
Los estudios sobre el uso de las palabras muestran su carácter complejo. En el caso del término de marras ahora tan de moda no se debe tanto a su carácter polisémico, como ocurre con otros vocablos usados en política como sería el de populismo, sino a su confuso significado a la hora de darle sentido. Así, hay al menos dos preguntas que se hacen quienes lo escuchan o lo leen. Polarización, ¿con respecto a qué?, y ¿son tan negativos sus efectos que deben ser motivo de preocupación? Pero apenas si hay respuestas.
La política tiene que ver con la gestión de las preferencias que normalmente se seleccionan, articulan, agregan y ordenan tanto por quienes desean solventarlas como por diferentes sectores que simplemente quieren evidenciarlas o pretenden encontrar vías para solventarlas. Los primeros suelen ser los políticos profesionales mientras que los segundos son grupos sociales de mayor o menor tamaño y organizados mejor o peor.
Es en la identificación de los problemas donde surgen los ejes de conflicto que abren las soluciones y sobre los que se monta la liza política. Estos ejes son numerosos, pues se acoplan a los problemas existentes y no tienen la misma intensidad en cuanto a su relevancia. La regulación de la eutanasia y la puesta en marcha de la renta universal o la educación general y gratuita y una reforma fiscal progresiva ejemplifican bien la cuestión. Por otra parte, aunque las distintas posiciones en los mismos admitan cierto gradualismo y estadios intermedios, la tendencia a colocarse en los extremos es frecuente toda vez que entonces es más sencilla la identificación entre la oferta y la demanda.
Sin embargo, la política también tiene que ver con la definición de esas preferencias que no siempre casa con precisión con la realidad. Algo que se vincula inexorablemente con el mundo que se quiere ver en función de unos determinados marcos interpretativos. Aquí, los relatos desempeñan un papel trascendental porque sirven a la hora de simplificar los mensajes ya que los hacen más comprensibles para la mayoría. Ello, no obstante, se traduce en la consiguiente pérdida de matices y en la búsqueda de lo que sería el punto óptimo capaz de reunir una más amplia aquiescencia.
Una política cada vez menos centrada en programas y más en candidaturas ha desarrollado aun más la profesionalización de las campañas electorales y de los asesores en comunicación que, unidos al auge del mundo digital, han sido buena compañía de ese empeño. La asesoría comunicacional ha entresacado del variopinto elenco de cuestiones demandadas aquellas que, realmente relevantes o no, puedan dar mejor juego publicitario para alcanzar el éxito buscado; y las redes sociales, ávidas de material liviano y que no requiera enjundiosos debates, han hecho el resto.
Estos fenómenos son globales, pero en América Latina están acrecentados por dos características autóctonas. La primera se vincula con el presidencialismo que se basa en una lógica “suma cero” mediante la que el vencedor se lo lleva todo. Si, además, como sucede en buen número de países, existe el mecanismo de la segunda vuelta que pretende ungir a la candidatura vencedora de una mayor legitimidad, el enfrentamiento a dos es inevitable.
Ahí radica uno de los escenarios donde se agota el enunciado de la polarización. Lo interesante, sin embargo, es que cuando se analizan los resultados de los últimos comicios presidenciales en los distintos países, el margen de victoria de la primera candidatura sobre la segunda ha sido mayor del 10% en México, Bolivia, El Salvador, Costa Rica, República Dominicana, Colombia y Guatemala, y entre el 5% y el 10% en Argentina, Chile, Brasil y Ecuador. Los países donde hubo un margen más estrecho entre la candidatura ganadora y la que quedó en segundo lugar fueron solo cuatro: Uruguay (1,2%), Honduras (1,5%), Panamá (2,4%) y Paraguay (3,7%) a los que ahora se suma Perú, con independencia de quien llegue finalmente a la presidencia. Ni en Honduras ni en Paraguay la oposición reconoció el triunfo del vencedor.
La segunda se relaciona con el mantenimiento de la desigualdad al alimón de la existencia de grandes bolsas de pobreza y de una informalidad que promedia a la mitad de la fuerza laboral. Este escenario segregacionista hace más fácil el discurso de “ellos contra nosotros” que alienta diferentes propuestas políticas -alguna de las cuales tienen ya más de medio siglo como la denominación a la oposición como “la contra” por parte de Juan Domingo Perón o la declaración de Salvador Allende de “no ser el presidente de todos los chilenos”-.
Se trata, por tanto, de un asunto añejo basado en la lucha de clases, pero también y sobre todo en la idea de la política de Carl Schmitt bajo la lógica “amigo-enemigo” o en la de Antonio Gramsci que subrayaba la necesidad de la estrategia de “construir una hegemonía” reelaborada mucho después por Ernesto Laclau. Todas ellas no andaban muy alejadas del ideal de monopolio del capitalismo.
Hoy, es un fantasma que atiza a tirios y a troyanos y que alimenta polémicas gestadas en situaciones muy complejas a las que es preciso colgar un sambenito facilón. Un señuelo que dificulta el análisis al centrarse en la grandilocuencia del término y en su carácter publicitario casi demoníaco.
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