Por: Juan Carlos Arellano/Latinoamérica21
Se acerca el segundo plebiscito en poco más de un año para decidir si se cambia la Constitución vigente en Chile. La historia del primer proceso fue fallida y, según las encuestas, el segundo parece seguir el mismo camino. Las explicaciones para este eventual fracaso son variadas; algunos mencionan el hastío o la fatiga constitucional, mientras que otros expresan su descontento con las propuestas, al presentar fuertes componentes programáticos, alejándolas de un consenso más transversal. Si bien algunas posiciones disconformes obedecen a un llamado de consecuencia política, otras parece que nacen solo de un oportunismo grosero. Aunque existe apoyo “A favor” de esta propuesta principalmente de la derecha partidaria y algunos partidos de centroizquierda, curiosamente, con interpretaciones e intereses distintos, convergieron en el “En contra” la mayoría de la izquierda moderada y radical, y sectores descolgados de derecha más dura.
Comparando esta segunda propuesta constitucional con la plebiscitada en septiembre de 2022, es indiscutible que la última presenta menos riesgos para la percepción ciudadana. Se destaca que esta nueva Constitución se conformó bajo un acuerdo consensuado por la mayoría de la clase política, buscando regular el resultado lo más posible. Se acordó un marco institucional base conocido como los “doce bordes”, una comisión de expertos integrada por 24 personas elegidas por los partidos políticos en el Congreso, un consejo constitucional elegido popularmente con 50 miembros y un comité técnico de admisibilidad para resguardar que se respetaran los famosos bordes en la propuesta final.
A pesar de las críticas que levantó este nuevo proceso por contener la voluntad popular, se llevó a cabo dentro de los acuerdos establecidos, con una de las votaciones lejos más altas en el último tiempo y cumpliendo con todos los protocolos democráticos necesarios para legitimar una nueva Constitución, reduciendo notablemente los riesgos para la ciudadanía y aportando más certezas que el proceso anterior. No obstante, las interpretaciones críticas a la nueva propuesta no dejan de amplificar sus potenciales riesgos.
Los argumentos en contra del proyecto constitucional, tanto de la izquierda como de algunos sectores de la derecha, se pueden simplificar en dos puntos. El primero, de índole valórica, asocia la Constitución con una regresión conservadora o, desde la derecha disidente, con la inclusión de temas ideológicos identificados como izquierdistas, como género o la agenda 2030. En cuanto al segundo, algunos se oponen al proyecto arguyendo que profundiza o pone en peligro el modelo neoliberal. Resulta curioso observar argumentos tan contradictorios ante un mismo texto. Por un lado, se manifiesta que un articulado que enfatiza la provisión de derechos estatales y la oferta privada de servicios simplemente perpetúa el lucrativo negocio de las instituciones privadas existentes (AFP, ISAPRES, etc.); mientras que, por el otro lado, desde la derecha disidente, se debate el riesgo de abandonar el Estado subsidiario por uno “social y democrático de derecho”, reprochando el cúmulo de derechos que abriría la puerta a una judicialización.
La propuesta constitucional parece enfrentar la paradoja de ser interpretada de manera insatisfactoria por ambos polos. Resulta difícil de concebir que, según la afirmación de intelectuales y políticos de izquierda, uno de los países más neoliberales del mundo, cuyo modelo económico supuestamente está protegido por la Constitución vigente, pueda ser profundizado aún más con la nueva propuesta constitucional. Esta afirmación se hace más inverosímil cuando desde la derecha más dura se argumenta que estaríamos en camino de colapsar el Estado debido a la cantidad de derechos que establece la nueva carta.
Reconociendo ciertos grados de verdad en ambas posturas que convergen en el “En contra”, y considerando la tendencia natural a exagerar interpretaciones, parece que el texto presenta elementos de contención de ambos lados, reduciendo notablemente los riesgos. Así también, ante interpretaciones tan divergentes, la propuesta constitucional no parece ser tan rígida como declaran sus críticos, lo que podría permitir que se convierta en un recurso estratégico en el futuro para actores de todo el espectro político, permitiendo la competencia dentro de la institucionalidad democrática.
En cuanto al sistema político, posiblemente el menos relevante para la ciudadanía y menos abordado por los polos, ha existido un notable silencio y se puede destacar como uno de los aspectos más distintivos de la propuesta constitucional en comparación con la actual. Básicamente, se propone un régimen presidencial manteniendo la trayectoria institucional chilena, con una adecuada desconcentración de poder y con un quórum alcanzable de 3/5 para futuras reformas constitucionales. Aquí se prefirió mantener el statu quo con mínimas modificaciones, haciendo énfasis en los partidos políticos y su rol en la democracia, estableciendo un umbral de un 5% u 8 parlamentarios para ingresar al Congreso, intencionado un rediseño distrital para disminuir parlamentarios en la cámara baja, siendo tal vez la oferta más interesante de la nueva propuesta.
Este último punto es uno de los temas más relevantes atendiendo el bloque político ideológico e institucional existente en Chile. Lo dictaminado en este apartado obliga a las fuerzas políticas a reorganizar el panorama, con la consecuencia esperada de reducir el número de partidos. En otras palabras, se obliga a rebarajar el naipe en este ámbito. En Chile, hoy la fragmentación partidaria, que se eleva a 23 partidos en el Congreso, es uno de los principales problemas que empantana el funcionamiento del régimen político, sin desconocer que también hay sequía programática y débil vínculo con la ciudadanía.
Tras concluir la ilusión de que la Constitución resolverá todos los problemas del país, es prudente adoptar una postura menos ambiciosa, más pragmática y ver esta decisión como un punto de partida en lugar de una perspectiva teleológica. Si se aprueba la nueva Constitución, necesitará ajustes debido a la incapacidad natural de prever todos los escenarios, interpretaciones conflictivas o posibles fricciones institucionales. Sin embargo, no hay argumento que indique que, al mantener la Constitución vigente, los actores tendrán incentivos para llegar a acuerdos y emprender reformas sociales y políticas para superar la situación actual. Esa oportunidad la desaprovecharon luego del rechazo de la anterior propuesta. Todo apunta más bien a mantener una inercia que nos dejará a la deriva, con una presidencia insignificante y un congreso, dada su composición, incapaz de proporcionar una dirección.
Así, la principal ventaja del cambio constitucional es contar con una carta fundamental validada democráticamente y con mandatos que exigen reconsiderar el statu quo de los partidos. Este punto de partida no asegura el éxito ni resultados inmediatos, pero orienta al país en una dirección en la búsqueda de la solución. Ojalá que la ciudadanía fastidiada con su clase política se olvide de esperar recetas mágicas y piense en un punto de partida.
Juan Carlos Arellano es politólogo y Director del Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública de la Universidad Católica de Temuco (Chile). Doctor en Historia y Magister en Ciencia Política por la Pontifica Universidad Católica de Chile.