Las elecciones presidenciales del pasado 3 de noviembre en Estados Unidos se caracterizaron por una sucesión de actitudes y comportamientos que han generado inquietud tanto a élites como a ciudadanos. Las denuncias de fraude y la negación de los resultados por parte de Donald Trum han provocado preocupación, no solo en el partido demócrata, sino también entre algunos líderes del partido republicano. El sistema ha sido atacado y la solidez de la democracia norteamericana, tan icónica desde el mito fundacional, puesta en duda.
Una vez confirmada la victoria del candidato demócrata Joe Biden, el comportamiento del presidente saliente no ha dejado a nadie indiferente. Acusaciones sin fundamento de fraude electoral, afirmaciones sobre una victoria “convincente” y la confusión al llamar a los votos por correo como ilegales, han generado que, para algunos analistas, la política en Estados Unidos se haya “latinoamericanizado”.
Pero, ¿realmente existe el concepto de “latinoamericanización” como tal o es que, en realidad, Norteamérica se resiste a admitir que sufre por primera vez en sus carnes el fenómeno del populismo? Al emplear el término “latinoamericanización”, los líderes de opinión son incapaces de explicar todo lo que esconde el nuevo escenario estadounidense. Más bien, parece que este concepto únicamente es usado de forma peyorativa para criticar el comportamiento de Donald Trump. Si tomamos referentes teóricos que nos permitan categorizar lo que ha dicho y hecho el hasta ahora presidente, podríamos encontrar rasgos cercanos al populismo.
El populismo se sustenta en un líder carismático que se erige como guía de su pueblo, infantilizándolo. Carga sobre sus hombros un mandato, (en algunos casos divino), para lograr el progreso, bienestar y una sociedad feliz, enfrentándose a quienes se oponen al proyecto del “infalible” líder, identificándolos como los “atrasa pueblos”, la “oligarquía”, o con un sinnúmero de términos peyorativos. El líder no admite competencia ni oposición, al ser él quien “mejor” conoce las necesidades de la gente y sobre todo, es el único que tiene la “fórmula mágica” para atenderlas. De este modo las acciones del líder se convierten en una lucha del bien contra el mal, del “mesías” contra los “enemigos del pueblo”.
Y en América Latina, el populismo ha encontrado tradicionalmente un caldo de cultivo perfecto para integrarse en la cultura política de sus países. Se ha sustentado, sobre todo, en la movilización política de sectores excluidos, quienes han encontrado en estos liderazgos la forma de involucrarse en la disputa del poder, y también de depositar sus expectativas de solución a sus problemas, ante la percepción de ineficacia de las instituciones políticas. No es patrimonio ni de la izquierda ni de la derecha, sino de todos aquellos que, sintiéndose apartados del sistema, confían en un mesías que rompa con las viejas estructuras de poder que dejan sin oportunidades a miles de ciudadanos.
Desde Getulio Vargas, Jorge Eliécer Gaitán, Lázaro Cárdenas, Carlos Ménem, José María Velasco Ibarra y Juan Domingo Perón en el siglo XX, llegamos a Hugo Chávez, Rafael Correa, Lula da Silva y Alberto Fujimori en el actual siglo. Pero hace tiempo que el populismo traspasó las fronteras latinoamericanas, como demuestran los liderazgos de Marine Le Pen en Francia, Pablo Iglesias en España o Matteo Salvini en Italia. Esto, ¿significaría que existe una “latinoamericanización” en algunos países de Europa? De ninguna manera.
El populismo ha sido una característica de la política en América Latina, sí, pero esto no quiere decir que exista una categoría analítica denominada “latinoamericanización”. Simple y llanamente, es populismo. Un populismo que ha logrado penetrar en sociedades con democracias aparentemente más consolidadas que las latinoamericanas, poniendo en jaque por primera vez a las instituciones y generando fracturas sociales nunca antes vistas.
El Estados Unidos actual es un ejemplo. El discurso de Trump ejemplifica encarnación de la voluntad popular en el líder, (“la gente grita PARAR EL CONTEO Y DEMANDAMOS TRANSPARENCIA”), la utilización de las instituciones democráticas para llegar al poder y su posterior rechazo (“Las maquinarias de las grandes ciudades son corruptas, esta es una elección robada”), la distinción de un “nosotros” frente a un “ellos” en la dicotomía del “bueno” vs “malo” (“nosotros hemos ganado las elecciones si se cuentan los votos legales”, “los demócratas son comunistas, aliados de Fidel Castro”), un discurso polarizador (“esto es un fraude para el público estadounidense y una vergüenza para nuestro país”) y, lucha moral y ética del pueblo liderada por un líder liberador.
Las actitudes del presidente Trump, han sentado un precedente nefasto en la historia de los Estados Unidos. Lo sucedido puede socavar la confianza en las instituciones, debilitándolas, y generando un espacio para que, en el futuro, existan actores políticos con la misma práctica populista, desconozcan la institucionalidad democrática, afectando al Estado de Derecho y atentando contra la calidad de la democracia en un país que, históricamente, ha sido referente para las poliarquías occidentales.
El reto, para el próximo gobierno, aparte de reconciliar a un país dividido, es fortalecer la confianza de sus ciudadanos en la democracia y en el propio sistema político estadounidense, a través de una respuesta eficaz y eficiente a las principales demandas de sus ciudadanos. Esto permitirá fortalecer la confianza en la institucionalidad, antes que en los liderazgos “mesiánicos”. El desafío para el gobierno demócrata está lejos de finalizar, recién empieza.
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