Por Marcelo Viana Estevão de Moraes/Latinoamérica21

El gobierno Lula está trabajando para revertir el retroceso de la gran estrategia brasileña, retomando, como era de esperar, el protagonismo de Brasil en América del Sur y América Latina con una política exterior que, coherente con su mejor tradición, tiene en la promoción de la paz y la búsqueda del desarrollo sostenible sus dos principales vectores. Esta agenda , en un escenario marcado por la reconfiguración multipolar de la geopolítica mundial, con énfasis en el creciente litigio entre las grandes potencias.

A pesar de las críticas internas a la política de no alineamiento activo, desde su toma de posesión el Presidente Lula se ha reunido con más de 50 Jefes de Estado y de Gobierno, que han dado gran relevancia a estos encuentros y han participado en los principales foros mundiales, haciendo del diálogo amplio y ecuménico un elemento más de legitimación de su gobierno. Para el mundo, el Presidente Lula es el verdadero mito de la democracia brasileña. El discurso de apertura de la última sesión de la Asamblea General de la ONU consagró al presidente en un escenario global y marcó el retorno de Brasil a la gran política internacional.

En el campo de la promoción de la paz, la presencia del país es más simbólica y reputacional, teniendo en cuenta su debilidad en la dimensión estratégico-militar, pero el hecho de contar con una diplomacia bien estructurada y una relación fluida y regular con todos los países que integran el sistema de Naciones Unidas permite a Brasil ejercer una mediación en la que el principal recurso es la capacidad de persuasión. Pese a las reticencias de parte de la prensa, la posición adoptada en el conflicto ucraniano ha demostrado ser la correcta hasta el momento: el país ha dialogado con todos los actores relevantes, contando incluso con las bendiciones de una personalidad icónica como el Papa Francisco y las simpatías de importantes países del llamado Tercer Mundo.

El gran nudo de la cuestión ucraniana es que hasta ahora las grandes potencias han salido ganando con el conflicto, a excepción de Europa en su conjunto, que ha soportado la mayor carga. Estados Unidos ha obtenido ventajas económicas concretas de la dinamización de su complejo militar-industrial y de la conquista del mercado energético europeo: la mayor parte de la ayuda estadounidense a Ucrania se canaliza de hecho hacia su industria bélica y la guerra ha funcionado como instrumento de la hegemonía energética estadounidense en el espacio económico europeo.

Para China, la guerra también es conveniente. Refuerza la dependencia rusa de su economía al tiempo que disipa las energías militares de la OTAN. Mientras la OTAN esté en Ucrania, no estará en Taiwán, el próximo punto de desencuentro geopolítico. Por eso el apoyo chino a Rusia no fracasará. China también ha aprovechado la oportunidad para proyectar su política exterior hacia Oriente Medio y reforzar su presencia en Asia Central. El acercamiento entre Arabia Saudí e Irán, el regreso de Siria a la Liga Árabe, y el avance de las inversiones logísticas en las nuevas rutas de la seda consolidan sus intereses en Asia.

Rusia, una vez gestionados los impactos económicos de las sanciones, trata ahora de asegurarse el botín estratégico que representa la reincorporación de las regiones rusófonas del bajo Don y de la costa del Mar Negro, cuya relevancia geopolítica para su proyección marítima es evidente desde la guerra de Crimea en el siglo XIX.

Dado que la guerra es la antítesis del desarrollo sostenible, además de devastar el territorio ucraniano, ha sacrificado la seguridad alimentaria y energética del Sur Global, desviando recursos que deberían canalizarse principalmente hacia la financiación de la Agenda 2030 y la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), fundamentales para reducir las desigualdades sociales y atajar la crisis ecológica.

Al defender sus intereses en la escena mundial, Brasil también está expresando las aspiraciones de esta vasta periferia. El país necesita alianzas y recursos externos (financieros y tecnológicos) para promover su reindustrialización, la transición ecológica hacia una economía verde y baja en carbono, la transición energética hacia fuentes sostenibles y el aumento de la complejidad de su tejido productivo y su inserción en la división internacional del trabajo. Para ello, necesita mantener su perfil de actor global y comerciante mundial.

Como consecuencia de este perfil, es imperativo que Brasil estimule la cooperación económica al mismo tiempo que trabaja para superar los antagonismos políticos. El país depende de Rusia, de quien importa fertilizantes e insumos esenciales para la agroindustria; depende de las exportaciones de productos básicos a China, de donde procede su mayor balanza comercial; y depende de Estados Unidos, el segundo mayor importador, pero con una agenda de mayor valor añadido. A Brasil le interesa acceder a mercados, tecnologías y financiación tanto de Occidente como de Asia. Para satisfacer sus plurales intereses, el país tendrá que negociar su inserción en las cadenas de producción del "nearshoring" estadounidense, así como complejizar su relación con China, en un contexto de grandes transformaciones geoeconómicas globales.

Las habilidades y sutilezas de la diplomacia brasileña serán puestas a prueba hasta el límite, ya que el interés nacional exigirá que el país sea "algodón entre cristales" para ampliar oportunidades y gestionar riesgos crecientes, al tiempo que teje un liderazgo cooperativo Sur-Sur que es un recurso más de poder en este tablero de ajedrez asimétrico.

Marcelo Viana Estevão de Moraes es especialista en políticas públicas y gestión de gobierno. Investigadora del Centro de Estudios Avanzados en Gobierno y Administración Pública de la Universidad de Brasilia (UnB). Doctor en Ciencias Sociales por la PUC-Rio.

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