Por: Scott Morgenstern y Peter Siavelis
Lo ocurrido el pasado 6 de enero de 2021 en Estados Unidos ha acabado de una vez por todas con la idea de que el país norteamericano es excepcional y algunas de las comparaciones de Trump con los peores presidentes populistas y semiautoritarios de América Latina parecen válidas. La oscura jornada vivida en Washington ha terminado con el mito de la superioridad de la democracia estadounidense, mostrando que el sistema está lleno de insuficiencias institucionales y que cuenta con una clase política disfuncional.
Como americanos, pero profesores expertos en política latinoamericana, recurrimos a nuestro conocimiento de la región para ganar perspectiva sobre el significado y los efectos para la democracia de esta insurrección en Estados Unidos. Así, la historia de América Latina, con demasiada frecuencia salpicada por la violencia y golpes militares de la derecha que acabaron con cualquier apariencia de gobierno constitucional, proporciona lecciones y advertencias para los Estados Unidos.
En primer lugar, América Latina nos enseña que los levantamientos sociales son una señal de alarma a largo plazo, y los acontecimientos del Capitolio son probablemente un reflejo de los continuos ataques a la paz social en los Estados Unidos. En este sentido, queremos advertir que la turba inspirada por el presidente Trump no debe ser comparada con otras protestas ocurridas tanto en Estados Unidos como en otros países, siendo estas últimas inspiradas por causas legítimas.
Sin embargo, es fundamental comprender que la polarización que ha originado la toma del Congreso no se revertirá fácilmente. Chile puede ser un buen espejo. Antes del golpe que derrocó al presidente Salvador Allende en 1973, hubo años de ataques al gobierno. Los camioneros paralizaron el país con una huelga (apoyada por el gobierno de los Estados Unidos), los legisladores del Congreso se negaron a considerar las propuestas presidenciales y los conflictos callejeros violentos entre los partidarios de ambos espectros de la política se convirtieron en algo habitual.
Como último paralelismo, una elección previa al golpe de Estado que inclinó la balanza del lado de los partidarios de Allende avivó los fuegos del descontento en la oposición. De este modo, pese a que el levantamiento en Estados Unidos fue sofocado, las divisiones que lo generaron están más vivas que nunca.
En segundo lugar, la historia de América Latina nos enseña que la polarización desemboca en levantamientos sociales y crisis de gobierno, lo cual se traduce con demasiada frecuencia en golpes militares o en la destrucción total de la democracia. Lo ocurrido en Venezuela en 2002 puede ser una comparación válida. El líder empresarial Pedro Carmona movilizó a una multitud para enfrentarse a una marcha gubernamental convocada previamente. Tenía la esperanza de utilizar la polarización y el enfrentamiento para justificar el derrocamiento del gobierno de Chávez. En las 36 horas que detentó la presidencia de facto, Carmona no trató de instalar una democracia floreciente, sino que, entre otras “reformas”, cerró el congreso y suspendió la corte suprema.
En tercer lugar, se encuentran paralelismos con las palabras supuestamente revolucionarias de muchos líderes insurrectos norteamericanos. Esto nos da una pista de lo que Trump (al menos) piensa que ocurrirá. Al empujar a la multitud hacia la tormenta, Trump nos recuerda la famosa frase de Chávez: “hemos fracasado (sólo) por ahora; ¡nunca cederemos!”. Y como Castro, la versión de Trump de “la historia me absolverá” fue “nosotros no perdimos la elección…no cedáis…no lo aguantaremos más”.
Si Carmona y los dictadores de derecha se propusieron salvar la democracia cerrando el Congreso y desatando olas de arrestos, torturas y asesinatos, Trump consiguió el apoyo de la multitud etiquetando a sus oponentes políticos como el enemigo, refiriéndose a ellos como “demócratas radicales envalentonados”.
Aunque la megalomanía de Trump provoca comparaciones con dictadores y populistas, no pretendemos establecer paralelismos entre la insurrección de los seguidores de Trump con los movimientos sociales que han defendido causas legítimas en América Latina. Asimismo, claro que hay razones legítimas para la protesta en Estados Unidos, tal como se ha evidenciado con las numerosas manifestaciones pacíficas de los últimos meses, pero estas nada tienen que ver con los disturbios en el Capitolio.
En este caso la fuente de los agravios vino desde arriba, por parte de líderes preocupados por no perder su poder y privilegios. Se ha construido un resentimiento de hostilidad racial, tal como se aprecia en las banderas confederadas que portaban las personas que ocuparon el Congreso. Esto contrasta fuertemente con los movimientos sociales que han abogado por la inclusión política, el avance social y la justicia económica.
Otra lección que aprender de la historia de América Latina es qué hacer con los líderes insurrectos. Algunos se levantaron de sus cenizas mucho más fuertes, y al igual que Daenerys Targaryen de Juego de Tronos, controlaron a sus dragones. Castro y Chávez son claros ejemplos, ya que ambos emplearon su tiempo en la cárcel o en el exilio escribiendo manifiestos que exhortaban a sus seguidores a movilizarse más tarde. Otros, como Carmona, se han desvanecido de la historia (se convirtió en un académico sin importancia en su exilio colombiano).
América Latina ofrece lecciones sobre justicia transicional; sobre la preocupación de a quiénes enjuiciar (jerarcas o soldados rasos) y cómo el proceso puede contribuir a una muerte rápida o lenta de la democracia. Los alborotadores que entraron en el Capitolio de los Estados Unidos deberán hacer frente a graves consecuencias.
Pero, ¿qué hay de Trump y de los demás líderes que alentaron la protesta? Durante años se han difundido falsedades que han llevado a millones de personas a denigrar a los que piensan diferente, y han empleado el descontento ciudadano para incitar a sus seguidores —apoyándose en otra mentira, la de la elección robada— a lanzarse al precipicio en busca de una revolución gloriosa. Si Trump y sus secuaces, incluyendo a sus asesores formales, no asumen consecuencias, no existirá ningún elemento disuasorio para nuevos intentos y se abre la puerta a una lenta erosión de la democracia. La experiencia de Hungría, Polonia o Rusia lo demuestra.
La alternativa, imponer severos castigos a los líderes insurrectos, ha provocado que algunos ex autócratas, como por ejemplo en Chile o Argentina, amenazaran a los nuevos regímenes democráticos con nuevos levantamientos y una muerte rápida de la democracia. De este modo, poner a prueba a Trump puede generar nuevas movilizaciones y violencia. Sin embargo, esto parece menos peligroso que someter a Estados Unidos a una muerte lenta de la democracia en la que populistas, demagogos e insurrectos se ven inmunes por cualquiera de sus acciones.
La siguiente lección que extraemos respecto a la experiencia latinoamericana es de contraste. Pese a reconocer la continua amenaza del triunfalismo y la debilidad representativa de la democracia estadounidense, los controles institucionales existentes impidieron que Trump robara con éxito una elección. Aun cuando las autoridades electorales a nivel estatal y el Tribunal Supremo cuentan entre sus filas con numerosos partidarios de Trump, desde estos organismos se rechazaron abiertamente las acusaciones de fraude electoral manifestadas por el presidente. De hecho, cuando el Tribunal Supremo tuvo que pronunciarse sobre las irregularidades electorales en Pensilvania, las rechazó en una sola línea: "La solicitud de medidas cautelares presentada al Juez Alito y por él remitida a la Corte es denegada". Por el contrario, tales salvaguardias han fallado con demasiada frecuencia en la historia de América Latina.
El papel ejercido por las fuerzas armadas estadounidenses también es crucial. Como latinoamericanistas, somos conscientes del brutal número de bajas infligidas en la región a manos de las fuerzas armadas estadounidenses y sus aliados. No obstante, y a pesar de que Trump ha tratado de imponer sus propios criterios, las fuerzas armadas estadounidenses se han manifestado reiteradamente ajenos a la política.
Como respuesta a la preocupación de que las fuerzas armadas respaldaran el intento de Trump de permanecer en el cargo, el general Mark Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, afirmó: "No prestamos juramento a un rey o a una reina, a un tirano o a un dictador. No hacemos un juramento a un individuo". Continuó su declaración afirmando que "en el caso de una disputa sobre alguna cuestión electoral, son los tribunales y el Congreso de los EE.UU. los que están obligados por ley a resolver el conflicto, no el ejército de los EE.UU”.
No se trata aquí de afirmar que el país norteamericano es una democracia excepcional, pero estas declaraciones demuestran el papel apolítico de las fuerzas armadas de los Estados Unidos y cómo, en combinación con los controles institucionales, su actitud es fundamental para la democracia.
Como lección esperanzadora, el estallido social de Chile en 2019 muestra efectos potencialmente positivos derivados de una violencia social destructiva. Forzaron al gobierno de Piñera a iniciar el proceso para redactar una nueva constitución. Así, el proceso fue instigado por ciudadanos que exigían justicia social y económica y no por un líder que agitó a las multitudes mediante falsas teorías de la conspiración.
No tratamos de sugerir una correspondencia entre ambas situaciones, pero citamos a Chile con la esperanza de que la espantosa secuencia de acontecimientos ocurridos en los Estados Unidos pueda dar lugar a una evaluación de la situación y, posteriormente, a la adopción de medidas para abordar las innumerables insuficiencias de la democracia estadounidense.
Hay cierta ironía intencional en nuestra comparación de Trump con Chávez y Castro y no queremos menospreciar las marcadas diferencias en la legitimidad de los agravios. Sin embargo, las lecciones de estos casos, más las de otros países y períodos de tiempo, nos muestran la gravedad de la situación.
América Latina se ha enfrentado continuamente a amenazas populistas y autoritarias, con antihéroes como Pinochet que afirmaron que tuvieron que derrocar la democracia para salvarla de sí misma. A pesar de las diferencias con América Latina, los EE.UU. no son excepcionales en sus vulnerabilidades. Ahora esperaremos a ver si es excepcional en las reacciones y consecuencias.
Scott Morgenstern Cientista político. Profesor de la Univ. de Pittsburgh y ex director del Centro de Estudios Latinoamericanos. Fue profesor en Duke University (E.U.A.), CIDE (México) y Univ. de Salamanca (España). Especializado en partidos y sistemas electorales de A. L.
Peter Siavelis es el Fellow de la Fundación Z. Smith Reynolds y profesor asociado de ciencias políticas en la Universidad de Wake Forest. Ha sido profesor visitante en la Universidad Católica de Chile.
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