Luis Pásara/Latinoamérica21
En Guatemala, un prolongado conflicto armado interno que costó miles de vidas se cerró definitivamente en 1996 al completarse la firma de una serie de acuerdos, entre el gobierno y la guerrilla, que delineaban el perfil de una nueva sociedad. Menos discriminatoria y más justa, en esa sociedad no debía volver a ocurrir un enfrentamiento trágico como el que se prolongó durante décadas.
Fui testigo del esfuerzo que se hizo en favor de ese cambio desde la Misión que Naciones Unidas estableció en el país para supervisar los acuerdos de paz. Un amigo con quien trabajé me escribe esta nota:
“A Julio Ariz Leiva —47 años, entrenador del club San Pedro de Guatemala— lo llamaron por celular el domingo pasado, al mediodía. Almorzaba con el plantel en el restaurante Texas, de Huehuetenango. Salió a la puerta. Hombres con chalecos policiales se bajaron de un auto. Lo acribillaron de 15 disparos. Una hipótesis de la investigación indica que se había negado a arreglar el partido que San Pedro jugaría horas más tarde ante La Democracia por la cuarta fecha del Torneo Apertura de la segunda división de Guatemala. Otra, que había seducido a una mujer «prohibida» de una familia del narcotráfico. Ariz Leiva acostumbraba a decir: «El fútbol me cambió la vida». Acaso también lo llevó a la muerte”.
En la Guatemala de hoy nunca será posible saber con certeza qué lo llevó a la muerte. El sistema de justicia, que tratamos en vano de “fortalecer” en el país, es hoy en día absolutamente ineficaz, mucho peor que aquel de un cuarto de siglo atrás. Ilusamente, creímos entonces que con una serie de instrumentos legales y organizativos podría cambiarse el curso de aquello que había sido producto de una terrible trayectoria histórica.
Argentina y Perú, tan diferentes, en un entrampamiento similar
Guatemala no es una excepción. Tómese el caso peruano y, para tener algún criterio comparativo, cotéjeselo con Argentina, país que no es andino, hecho por inmigrantes a partir de otro tipo de recursos. Sin haber llegado al caso sin duda extremo de Guatemala, ambos países parecen encadenados a su propia historia, incapaces de superar una huella en la que las sociedades mismas han generado estados ineficientes y corruptos.
La elite argentina fue bastante mejor que la peruana. Los recursos naturales del Perú fueron y son bastante más variados que los argentinos. Mientras que la sociedad argentina alcanzó cierta homogeneidad —al costo de exterminar sangrientamente a la población aborigen—, la peruana mantuvo, aunque de mala manera, una gran diversidad cultural. No obstante las marcadas diferencias entre un caso y otro, dos siglos después de proclamarse su independencia de España, ambos países se hallan enfangados en una condición deplorable.
A miradas de corto plazo, ese panorama sin salida no siempre aparece evidente. En los dos países, como en muchos, se producen momentos de auge económico que conducen a una mejora de ingresos entre los sectores de abajo y, entonces, el espejismo de un futuro diferente se proyecta en las expectativas ciudadanas. Argentina ha vivido eso en cada repunte de sus exportaciones, ayer de trigo, hoy de soja. Perú ha pasado por lo mismo en cada subida de los precios de los minerales en el mercado internacional, pero antes ya había ocurrido con el guano y no hace tanto con la harina de pescado.
De otro lado, la escena política también conoce algo así como estrellas fugaces de las cuales al cabo de pocos años no queda huella. En Argentina eso fue Raúl Alfonsín, quien luego de la última y sangrienta dictadura militar intentó la reconstrucción nacional. En el Perú fue Juan Velasco, quien siendo militar se propuso cambiar el país de arriba a abajo. Ambos intentos fueron lapidados por mezquindades, ambiciones e incomprensiones que, por supuesto, aprovecharon una crisis económica para liquidarlos.
No para todos hay un futuro mejor
En la historia no siempre ha ocurrido así. El establecimiento del Parlamento en el siglo XIII en Inglaterra y su evolución como institución política no solo limitó el poder del monarca y redujo el papel de la nobleza; fue la vía de democratización del país. Cinco siglos después, con grandes derramamientos de sangre, la Revolución Francesa cambió el rumbo del país y del mundo. Ambos ejemplos son los más reconocidos de diversos casos en los que una sociedad determinada logró cancelar su pasado para emprender el camino hacia un ser distinto.
En América Latina se puso una gran esperanza en la Revolución Cubana, que derrocó a Fulgencio Batista en 1958 para luego entronizar otra dictadura, la de los Castro y su círculo. Similar camino ha seguido Nicaragua, donde la satrapía de Somoza también fue derrotada con las armas por el Frente Sandinista para que ahora la pareja Ortega-Murillo ejerza aún más despóticamente el poder. Y la corrupción entronizada en la Venezuela del petróleo gobernada por gobiernos democráticos ha sido sustituida por la dictadura de Chávez, primero, y Maduro después.
Pero esto no ha ocurrido solo en los países tropicales de nuestra América. En el resto de la región hemos permanecido dispuestos a glorificar a héroes que no supieron o no pudieron cambiar verdaderamente aquello que no tenemos más remedio que reconocer como nuestro destino. Que es el de un sube y baja, entre económico y político, que se presenta en ciclos en los que periódicamente a la caída sucede la desesperanza. Miles de ciudadanos abandonan entonces cada país en busca de un futuro mejor, un futuro personal, claro está, porque el de su país no parece posible. Escarmentados, pocos son los que vuelven cuando el ciclo recomienza y, de nuevo, el futuro parece prometedor.
¿Qué es lo que nos encadena a esta trayectoria al parecer insuperable? Como no solo ocurre entre nosotros, el asunto ha sido estudiado por quienes han postulado la teoría de path dependency. Esto es, en términos simplificados, que la trayectoria que sigue una sociedad condiciona, en determinada medida, el camino que en el futuro puede seguir. Es algo así como lo que se dice de las personas: cada quien construye su porvenir. De un modo equivalente, cuando se toma una decisión y se adopta una ruta, luego no puede tomarse otra porque resulta muy difícil, es muy costoso o simplemente ya no tenemos el criterio para percatarnos de lo equivocado que fue tomar este rumbo y poder cambiarlo.
Esa última razón parece la que más peso tiene en nuestras sociedades, que no atinan a darse cuenta del rumbo equivocado en el que se encuentran y, entonces, dan palos de ciego al elegir a Pedro Castillo o a Javier Milei. Y esos nombres son solo ejemplos recientes. La lista de desatinos surgidos de las urnas es muy larga. Y no dudamos en afirmar con aparente convicción que la culpa es de los políticos, sin preguntarnos de dónde salieron y por qué los elegimos.
El hecho más grave es que la path dependency está conduciendo a sociedades cada vez más degradadas, en las que un futuro mejor parece casi imposible. Pero en Argentina pervivirá la ilusión de ganar el próximo Mundial de fútbol, en el que millones creerán que el país se hará grande. Y en el caso del Perú, aunque muy pocos sigan creyendo en aquello de que “Dios es peruano”, se seguirá comprando una fracción de la lotería, a ver si “la suerte” cambia.