Por: Salvador Martí i Puig/Latinoamérica21

A pocos días de las elecciones presidenciales y legislativas la única pregunta que vale la pena plantear es la de: ¿cómo es posible que Daniel Ortega haya llegado hasta aquí?, siendo el “aquí” la consolidación de un régimen autoritario sin paliativos.

La pregunta formulada parte de la constatación de que las elecciones del día 7 de noviembre en Nicaragua no sólo no son competitivas, si no que representan una perversión total al concepto más elemental de democracia en el que la “incertidumbre sobre los resultados” es la clave. Eso es así porque, como es sabido, desde 2007 hasta 2018 Daniel Ortega consiguió articular un régimen de naturaleza corporativa que, bajo una cosmética liberal-democrática, aunó los intereses del gran capital nacional, de las iglesias y de los sectores más empobrecidos del país, y con el beneplácito de la administración norteamericana.

Todo ello fue posible por dos razones. La primera razón está relacionada con la concepción del poder que tiene Daniel Ortega y su mujer, así como con la herencia de un sector de su entorno personal (la “argolla” de fieles al caudillo) y orgánico (un residuo del FSLN original). Esta concepción del poder se basa en que la única lógica posible de mando es la de “suma cero” y, por lo tanto, un mandatario debe concentrar todos los recursos del poder posibles.

Sólo en este sentido es posible concebir la voluntad de Ortega de ir controlando en sus manos, y progresivamente, todos los resortes del poder a disposición desde su derrota electoral de 1990. Primero fue el control del partido, fagocitando el FSLN, y la creación de una élite económica afín con la apropiación de los recursos del estado revolucionario (la piñata); posteriormente fue mantener el dominio y la lealtad de los cuerpos armados -la Policía y el Ejército- y del poder judicial, hecho que le permitió negociar a su favor las reglas políticas en el año 2000 (incluida la ley electoral); y luego, ya en la presidencia de la República en 2007, eliminar cualquier contrapeso institucional y mediático, y politizar la administración pública.

Todo ello, a la vez, está vinculado con la presencia -en el país- de una cultura política personalista, caudillista y patrimonial que conecta a los Ortega con la saga de los Somoza y que, a la postre, señala que la única lealtad posible es la consanguineidad, y que la única gestión eficiente de lo público es la que se asimila con lo particularista y personal, borrando toda frontera entre lo que es de la institución y lo del clan.

La segunda razón tiene que ver con la oposición política a Ortega, que ha sido incapaz de realizar durante más de una década ningún discurso ni propuesta inclusiva, popular y en positivo. La oposición ha denunciado el caudillismo y la opacidad del régimen, pero sólo ha propuesto un «retorno» genérico a la democracia-liberal (inaugurada en 1990 con privatizaciones y neoliberalismo) en un país donde los derechos que aparecen en la Constitución son meramente nominales.

La oposición nunca ha hablado de qué políticas económicas quería impulsar ni cómo se iban a repartir las ganancias del crecimiento que se prometía. Tampoco ha señalado si iba a mantener (o a reformar) las políticas sociales focalizadas que, pese a ser clientelistas, representan una ayuda significativa para centenares de miles de nicaragüenses. Además, la oposición ha generado un discurso violentamente anti-sandinista cuando una parte de su base social ha pertenecido al FSLN antes de que Ortega lo fagocitara. A todo ello se le suma su excesiva dependencia de la comunidad internacional, elemento que la ha proyectado (a ojos de muchos) como una plataforma política elitista y vende-patria.

A todo lo expuesto cabe añadir un evento que no estaba en el guion, a saber, el estallido (la rebelión) de abril 2018. Un estallido cuyo inicio fue una protesta contra la reforma del sistema de pensiones, y a la que rápidamente se le sumaron diversos colectivos, mayoritariamente jóvenes urbanos de clases medias y líderes de movimientos sociales, que impugnaron el régimen en su totalidad, sobretodo por su carácter arbitrario, represivo y patrimonial. Así emergió la ola de protestas más intensa del país del siglo XXI y, con ella, saltó por los aires el artefacto político (de consenso elitista con base popular) del orteguismo.

A partir de entonces la deriva represiva del régimen fue proporcional al desconcierto y miedo de sus autoridades. Cuando Ortega y su mujer se dieron cuenta que los equilibrios corporativos se deshacían y que un sector de la población era directamente hostil a su proyecto, impulsaron una represión brutal –con más de 350 muertos, miles de presos y decenas de miles de exiliados. Posteriormente, a pocos meses del episodio represor, la crisis sanitaria de la Covid-19 ayudó a estabilizar el régimen de Ortega-Murillo.

La mezcla de represión y miedo al contagio (en un contexto donde el gobierno fue negligente) terminó por quebrarla coalición negativa de 2018 que era amplia, pero poco cohesionada. Todo el mundo sabe que una cosa es la protesta en la calle y otra muy diferente la competición en la arena electoral. Y cuando las movilizaciones desaparecieron (por cansancio, miedo y prevención al contagio) emergieron líderes políticos opositores que Daniel ignoró y encarceló aprovechando una legislación represiva elaborada durante la pandemia.

Fruto de lo expuesto, desde hace dos años el régimen de Ortega está siendo denunciado en todos los mass media, quienes señalan su lógica despiadada hacia los líderes opositores (presos y perseguidos); su vinculación con los regímenes de China, Venezuela y Rusia (y últimamente con las repúblicas vecinas de El Salvador y Honduras); y su lógica clánica (familiar) de poder. Sin embargo, es preciso hacerse la pregunta de si sin el estallido que rompió los equilibrios y consensos entre grupos de poder y la familia Ortega, la comunidad internacional estaría escandalizada con las elecciones del día 7 de octubre de 2021. Mi opinión es que -posiblemente- no. Así las cosas, la cuestión radica en por qué antes la comunidad internacional no se escandalizó con los comicios -también autoritarios- de 2011 y 2016 en las que se reeligió Ortega con toda impunidad.

Mi opinión es que sólo a partir de lo acontecido entre 2007 hasta 2016 es posible comprender lo que ocurre hoy: el obsceno y violento cierre autoritario de los últimos dos años. Para terminar, sin embargo, es preciso anotar que actualmente no podemos saber si en el cuarto mandato consecutivo de Ortega su gobierno logrará reconstruir la antigua alianza que tuvo con el gran capital, o si se van a intensificar las políticas represivas y, con ello, las condiciones para otro estallido social.

En cualquier caso, la segura victoria del tándem Ortega-Murillo va a suponer la continuación de un régimen dinástico y personalista. Un tipo de régimen que, por cierto, tiene su talón de Aquiles en su interior -el dilema del relevo que pronto tendrá que darse- y no en exterior, pues ni Estados Unidos ni la UE tienen voluntad política real de enfrentarse al régimen, ni la oposición la capacidad para tumbarlo.

Salvador Martí i Puig es Catedrático de Ciencia Política en la Universidade de Girona y miembro del Centro de Relaciones Internacionales de Barcelona (CIDOB). Doctor en C. Política y Administración. Máster en Estudios Latinoamericanos. Investiga sobre procesos de democratización en A. Latina.

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