Carmelo Mesa-Lago y Manuel Alcántara
Desde 1814, cuando tropas británicas quemaron la capital, no había ocurrido una tragedia como la protagonizada el 6 de enero por la banda violenta que asaltó el Congreso de Estados Unidos emplazado para ratificar la elección legítima de Joseph Biden y Kamala Harris contra la objeción de una exigua minoría de republicanos de extrema derecha. Entonces, una turba, portando banderas (incluyendo confederadas), rompió ventanas y entró al recinto, destrozó muebles y objetos de arte, e intentó interrumpir la sesión. Cinco personas murieron debido a los incidentes.
El causante de estos actos terroristas fue el presidente estadounidense, que durante dos meses había tildado de fraudulentas (“robo histórico”) las elecciones del 3 de noviembre. Con su desacreditado abogado Rudy Giuliani (que exhortó a olvidarse de los juicios y a “combatir”), había presentado más de 60 demandas en tribunales de la nación, todas las cuales fueron desestimadas por falta de pruebas, incluyendo a la Corte Suprema con los votos de los tres nuevos miembros conservadores nombrados por el propio Trump. En la mañana del motín, un desesperado y furioso presidente exhortó a su base intransigente a que marchara al Capitolio y forzara al Congreso a revertir la elección legítima y apoyara a los republicanos congresistas que objetaban dicha elección en algunos estados.
El presidente saliente siguió entusiasmado por la televisión los desmanes sin llamar a la guardia nacional para que contuviera el caos, una actitud contraria a la que tomó en agosto cuando frente a una multitud pacífica que protestaba frente a la Casa Blanca contra el asesinato de dos afroamericanos por la policía, ordenó que se disolviera la manifestación con gases lacrimógenos para poder salir y tomarse una foto en una iglesia cercana con una biblia en la mano. Ahora Trump solo hizo una breve alocución televisada para pedir a los sediciosos que volvieran a sus hogares alabándolos como patriotas a los cuales amaba, pero alegando que el vandalismo había sido provocado por el fraude electoral, advirtiéndoles que sus acciones estaban siendo usadas por el “enemigo” (los demócratas).
Una vez que la muchedumbre fue evacuada del Congreso y restaurada la calma por la guardia nacional, los legisladores reanudaron la sesión de ratificación. En ella, un grupo importante de republicanos que habían apoyado la objeción cambiaron su posición abrumados por lo ocurrido. El senador por Utah y excandidato presidencial, Mitt Romney, condenó la incitación de Trump y a los republicanos que objetaban la elección de Biden. El fiel trumpista Lindsey Graham, senador por Carolina del Sur, manifestó la legitimidad de la elección de Biden y Harris. La sesión legislativa terminó en la madrugada del día 7 con la aplastante derrota de los republicanos objetantes y la proclamación de Biden como presidente. Simultáneamente a los sucesos trágicos, la elección pendiente de dos senadores en Georgia se solventó, logrando los demócratas una mayoría en el Senado. La actuación de Trump no debe quedar impune y es esencial que se le procese para evitar una repetición de sus transgresiones, así como prevenir que otros autócratas como él osen intentar una sedición futura.
Todo ello se da en un marco dibujado por la interconexión instantánea en un mundo digital globalizado que acelera exponencialmente el flujo de las noticias y su impacto sobre la configuración del quehacer cotidiano y de las propias ideas que lo sustentan. Algo que es especialmente sensible en la construcción del orden político que rige la convivencia de las distintas sociedades. La transferencia de valores y de pautas de comportamiento mediante procesos ejemplificadores inherente al desarrollo de la humanidad cobra en los tiempos que corren una dinámica aceleradora insólita.
Un viejo asunto que se ha exacerbado en los últimos años gracias a la combinación de la impronta de una antigua pulsión populista junto con la explosión de nuevas formas de comunicación y de información. Por la primera, el movimientismo sustituye a procesos institucionalizadores, el antagonismo entre el pueblo y la elite dirigente se agudiza y lo emocional arrincona a lo racional. Por las segundas, la gente se ve empoderada y el activismo en las redes sociales margina a la reflexión, así como a cualquier otro tipo de intermediación conocida.
2016 fue un año clave en esta evolución ya que coincidieron la manipulación del plebiscito por la paz en Colombia, así como del que abrió las puertas al Brexit, con la campaña electoral presidencial norteamericana cuando Trump resultó vencedor. Fue el año en el que el término postverdad hizo un hueco en el diccionario. Desde entonces las cosas han seguido cambiando mucho. Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador y Nayib Bukele, entre otros, llegaron al poder en América Latina.
El bufonesco asalto al Capitolio es posiblemente el momento cenital de dicha transformación que propugna un salto hacia adelante en la historia de Estados Unidos, pero también en la iconografía global. El papel de las turbas autoidentificadas como el pueblo que ocupa un espacio que es suyo y animadas a ello por un presidente todavía en ejercicio, es uno de esos actos trascendentales con consecuencias irreparables. El orden interno norteamericano definido desde hace tiempo por una creciente polarización se quiebra y su patrón de exportación de la democracia entra en una fase de agónico declive. La insurrección trumpista es utilizada por China, Rusia e Irán para proclamar el declive de la democracia occidental, mientras que es criticada por Johnson, Merkel y Macron como un atentado a la democracia que deteriora la imagen del país como líder mundial.
Carmelo Mesa-Lago es Catedrático Distinguido Emérito de Economía y Estudios Latinoamericanos, Universidad de Pittsburgh.
Manuel Alcántara es Catedrático y profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.