Ernesto Hernández Norzagaray/Latinoamérica21

Luego del triunfo de la coalición Sigamos Haciendo Historia en las elecciones del pasado 2 de junio y el desconcierto de la oposición social y política, han quedado a la vista las llamadas 20 reformas constitucionales de despedida del presidente López Obrador, y, especialmente, la destinada a la refundación del Poder Judicial, considerado por él como “corrupto”, por lo que es necesario limpiarlo completamente mediante la polémica elección popular de jueces, magistrados y ministros.

Para lo que ya es parte de la historia, se puso en marcha una estrategia en la que el Poder Ejecutivo —a través de la Secretaría de Gobernación— dio a conocer, antes que el Instituto Nacional Electoral (INE), los resultados preliminares en la elección presidencial y del Congreso de la Unión. Llamaba la atención especialmente que la coalición ganadora había obtenido la mayoría calificada en la Cámara de Diputados al obtener el 72 por ciento de la representación política, lo que significa que los partidos coaligados pueden cambiar la Constitución sin necesidad de pactar con los partidos de la oposición.

Esta “línea” dictada desde el poder presidencial inmediatamente se reprodujo y llegó a socializarse de tal manera que, salvo voces aisladas, se cuestionaba que así fuera, ya que la coalición mencionada, ahora lo sabemos, solo había alcanzado el 54% de la votación emitida y, sumada a la sobrerrepresentación legal del 8%, solo le alcanzaba para tener el 62% y no el 72% de los diputados de la cámara baja —la cámara alta de senadores ha quedado tentativamente en 82 contra los 84 que se necesitan para tener también ahí la mayoría calificada.

La discusión, que hasta ahora es principalmente mediática, habrá de escenificarse en el seno del Consejo General del INE, que es la instancia constitucional que deberá hacer el cálculo de distribución conforme lo que establece el artículo 54 constitucional. Sin embargo, está también el artículo 41, que establece en el apartado A y B lo relativo a los partidos políticos en distintos renglones y no se refiere en ningún momento a las coaliciones, por lo que valdría el principio maniqueo e inconstitucional “lo que vale para los partidos, también vale para las coaliciones”.

La Ley General de Partidos Políticos expresamente lo señala cuando afirma, por ejemplo, en el artículo 91, fracción segunda: “En el convenio de coalición se deberá manifestar que los partidos políticos coaligados, según el tipo de coalición de que se trate, se sujetarán a los topes de gastos de campaña que se hayan fijado para las distintas elecciones como si se tratara de un solo partido. De la misma manera, deberá señalarse el monto de las aportaciones de cada partido político coaligado para el desarrollo de las campañas respectivas, así como la forma de reportarlo en los informes correspondientes”.

Y así para todo lo que tenga que ver con las coaliciones (financiamiento, paridad de género, etc.). Entonces, con estos preceptos constitucionales y reglamentarios, la discusión constitucional no está cerrada y deberá llevarse a cabo en el seno del Consejo General del INE antes de rechazar o certificar el pronunciamiento fuera de lugar que hizo la secretaria de Gobernación al día siguientes de las elecciones constitucionales.

Y esta, como lo han dicho distintos observadores políticos, no puede ser una lectura gramatical sino sustantiva del espíritu constitucional y reglamentario de lo que compete a los partidos políticos y a las coaliciones, que no tendrían por qué ser diferentes, como pretende el oficialismo.

Una lectura literal y sesgada del artículo 54 constitucional provocaría que se imponga sin más la mayoría calificada en la Cámara de Diputados, y, en menor medida, en la de Senadores.

Y, ya sin estos contrapesos, vaya el presidente, y la futura presidenta, por el control total del Poder Judicial a través de los abogados más populares. Visto a la luz de otras experiencias latinoamericanas —especialmente la boliviana—, significaría lo que el politólogo norteamericano Gene Sharp denomina “golpe de estado blando”, con una singularidad muy mexicana, pues lo frecuente es que este tipo de intervenciones en el llamado lawfare (guerra jurídica o guerra judicial) que hoy pretende hacer la “izquierda” tradicionalmente la ha padecido, como sucedió en Brasil, donde cayeron los presidentes Lula Da Silva y Dilma Rousseff, uno en la cárcel y la otra desaforada.

En definitiva, lo que resuelva el INE, en materia de integración del Congreso de la Unión y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, abrirá sin duda un compás entre la consolidación de la democracia preservando los contrapesos indispensables al presidencialismo, absoluto, omnipotente y omnicomprensivo y la debacle con un hiperpresidencialismo sin contrapesos.

De esa magnitud es lo que está en juego en México en los próximos meses.

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