Por: Álvaro Zapatel
Montado a caballo, Pedro Castillo, docente de educación primaria, dirigente sindical y rondero, llegó a Lima el jueves 8 de abril para cerrar la campaña más impredecible desde la meteórica irrupción de otro profesor, que, montado sobre un tractor, consiguió la presidencia del Perú en 1990: Alberto Fujimori. La fortuna —a decir de Machiavello— ha colocado a Castillo en una segunda vuelta con Keiko Fujimori, a la postre, hija del otrora anónimo ingeniero que alcanzó la victoria contra todo pronóstico 31 años atrás.
La monumental fragmentación política peruana, traducida en una parrilla electoral de 18 agrupaciones políticas —con una gran mayoría que no amerita ser considerada como partido— propició que en esta oportunidad 19% y 13% de votos válidos, respectivamente, fueran suficientes para pasar al ballotage. En tal sentido, la primera vuelta peruana tiene ribetes de elección primaria, con amplia oferta electoral y que es capitalizada por quienes consiguen minorías fidelizadas a una propuesta cerca a algún extremo. No se gana una primaria tirado al centro, como tampoco hoy se gana una primera vuelta en el Perú de esa manera.
Erróneamente, la intelligentsia limeña ha pretendido colocar a Castillo el sombrero de outsider, dado su precipitado ascenso en las encuestas de opinión pública, tras estar al margen de las preferencias por casi toda la campaña. No obstante, Castillo no es ningún novato en estas lides.
Como dirigente sindical, Castillo tiene mucha experiencia en el plano político. En el 2017 alcanzó notoriedad nacional como una de las cabezas del magisterio peruano frente a los intentos de reforma planteados por el Ministerio de Educación. Castillo, flanqueado por organizaciones de base, fue cuestionado por tener cerca a algunos personajes con vinculación a los remanentes políticos de organizaciones terroristas como Sendero Luminoso. La puja fue exitosa, al conseguir que se retirara la confianza a la ministra Marilú Martens, y al gabinete ministerial en pleno en el Congreso.
Castillo pertenece a Perú Libre, agrupación concebida en los Andes centrales y cuyo líder es el médico Vladimir Cerrón, quien fuera gobernador de la región Junín y condenado a cuatro años de prisión suspendida por actos de corrupción.
La plataforma de Castillo y Cerrón —Perú Libre— se adhiere al marxismo-leninismo y sostiene una posición política y económica en el ala extrema de izquierda a la vez que respalda posiciones ultraconservadoras a nivel social. Castillo captó la atención del electorado de los Andes centrales y del sur, tradicionalmente inclinado a la izquierda y crítico hacia la política centralista que se dicta desde Lima.
En los 120 días de campaña, este electorado parecía converger hacia opciones de izquierda o populistas como la de Verónika Mendoza o Yonhy Lescano. No obstante, ante el agotamiento de ambas propuestas y errores propios del ejercicio electoral, Castillo tuvo la oportunidad de erigirse como novedad, con un discurso marcadamente contestatario e inflexible.
Por otro lado, Keiko Fujimori tentará la presidencia llegando a segunda vuelta por tercera vez consecutiva. Los apoyos recogidos por su plataforma cayeron sustancialmente desde el 2016, cuando pasó al balotaje en un cómodo primer lugar con cerca de 40% de las preferencias.
Fujimori y su partido, Fuerza Popular, parecieron dinamitar sus opciones políticas con miras a esta elección debido al tiempo que la candidata pasó en prisión preventiva por denuncias de lavado de dinero de la multinacional brasileña Odebrecht. Asimismo, la mayoritaria bancada congresal de Fuerza Popular ejerció una feroz oposición contra el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski y fue desaprobada por la opinión pública, al percibir un intento por defender intereses subrepticios a través del poder legislativo. A ello habría que sumarle el rechazo de un importante segmento de la población hacia su padre.
Sin embargo, mientras la discusión política oficial se redujo a interacciones en medios masivos y redes sociales, Fujimori se mantuvo constante en transmitir un mensaje concreto: mano dura. De la misma manera, habría contribuido a su favor dejar de ser el foco de los reflectores y, por ende, de los ataques. Entretanto, opciones de derecha, una representada por el economista Hernando de Soto, y otra por el populista conservador Rafael López Aliaga, se convirtieron en el foco de sendos golpes y de controversia.
Así, la mano dura, sumada al recuerdo del padre, —percibido por parte de la opinión pública como arquitecto de la reconstrucción económica de inicios de los 90— habrían contribuido a su repunte, especialmente en zonas del interior, medianamente impermeables a la discusión política oficial y limeña.
La historia está lejos de acabarse. El 70% del electorado no votó por estas dos opciones políticas. Ambas son ampliamente resistidas y poco predecibles. Fujimori requiere convencer a los electores de que no utilizará el gobierno como arma de venganza política o que su quinquenio no se convertirá en otro episodio de latrocinio institucional y desapariciones. Castillo requiere persuadir al electorado de contar con firme vocación democrática y que está dispuesto a convocar a fuerzas políticas distantes de su propuesta. Además, requiere alejarse de socios con antecedentes de corrupción y deslindar tajantemente de la posible influencia de grupos que hayan reivindicado acciones de violencia.
Ambos candidatos cuentan con amplia experiencia política y movilización social, por lo que subestimar al contrincante sería un grave error. En ese contexto, la fragmentación política, si bien maldita, puede ser también una oportunidad: quien desee ganar cuenta con todos los incentivos para moderarse. Quien consiga peinar el centro, ganará.
Como en el mito de Sísifo, quien fue condenado a empujar una roca cuesta arriba de una montaña por siempre, los peruanos nuevamente nos embarcamos en una elección amarga, carente de inspiración o siquiera ilusión. La roca que empujamos es el propio engaño de pensar que en cinco años, por inercia, las cosas irán distinto. La tragedia es que el tiempo, en el Perú, es circular.
Álvaro Zapatel es economista y profesor adjunto en el Instituto de Empresa de Madrid. Fue consultor en Práctica Global de Educación del Banco Mundial. Máster en Administración Pública por la Universidad de Princeton.
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