Hacer un pronóstico de las elecciones presidenciales y parlamentarias en Chile me parece un ejercicio infructuoso. Durante mucho tiempo las predicciones de las encuestas eran, por lo general, bastante confiables, pero aquella era otra época. En ese Chile, más predecible, las instituciones políticas funcionaban regularmente y disfrutaban de aceptables niveles de confianza. No obstante, en las últimas décadas se comenzaron a presentar gradualmente síntomas de fatiga del sistema político como la disminución de la participación electoral y la pérdida de confianza en las instituciones. La desafección política fue alimentada en parte por el distanciamiento programático de los partidos con la ciudadanía y reforzada por los escándalos de corrupción que pusieron al descubierto la relación entre el empresariado y la política.

Por Juan Carlos Arellano/Latinoamérica21
 

Para revertir esta situación y encantar nuevamente a la ciudadanía se buscó implementar reformas. En 2012 se estableció, para mejorar ilusoriamente la baja participación, la inscripción automática y el voto voluntario. En 2015 se cambió la forma de elegir a nuestros congresistas, pasando del sistema binominal, con bajos grados de competencia, a uno proporcional que permitió el acceso a nuevas tiendas políticas incrementado la fragmentación partidaria y haciendo más difícil la relación entre la presidencia y el congreso.

Se podría discutir lo bueno y lo malo de estas reformas, pero el punto es que este cambio de época, que hace un tiempo comenzamos a vivir, nos tiene a todos en la oscuridad y ha dejado en evidencia que en estos momentos domina la diosa de la fortuna. Chile era un país de certidumbres y la gente se acostumbró a aquello. Pero las certezas han desaparecido. De ahí que las diferentes candidaturas ofrezcan, desde la construcción de un país soñado hasta la restauración del orden perdido.

Pero lo triste de esta historia es que, independientemente del resultado electoral, la incertidumbre política no será disipada por el próximo presidente, por más buenas intenciones que este tengan. Hoy Chile se encuentra en un período de transición y es necesario que se resuelvan una serie de factores para que el país pueda recuperar cierta estabilidad y con ella las certezas.

De momento, la situación en Chile es tal que una persona de entre 40 y 50 no tiene claro si su pensión será administrada por una institución pública o privada, y menos aún si está cumplirá con sus expectativas. La misma incertidumbre se puede proyectar en el ámbito de la salud y la vivienda, ya que los programas de las candidaturas ofreces disímiles propuestas.

Los programas políticos de las diferentes candidaturas plantean, desde cambios de grueso calado en todos los ámbitos de la sociedad, hasta la mantención del sistema existente, pero con pequeñas mejoras. Ninguno, sin embargo, plantea con la claridad suficiente las capacidades políticas y económicas para efectuar estos cambios.

A esto se suma la incertidumbre que implica la Convención Constitucional (CC). La CC se transformó en el órgano repositorio de las esperanzas de muchos para resolver los problemas o para zanjar la crisis política que enfrenta el país desde octubre de 2019. Pero su funcionamiento, hasta ahora, no ha estado libre de cuestionamientos. Nadie sabe cómo terminará este experimento, sobre todo ante la fuerte presencia de convencionales representantes de movimientos políticos que hasta ahora no contaban con una representación formal en el sistema político, lo cual hace difícil predecir su futuro.

Más allá de un resultado positivo o negativo en el plebiscito de salida, tendremos que esperar que este nuevo orden jurídico se asiente. Sobre todo, cuando muchos de sus miembros abrazan un espíritu refundacional para escribir la nueva carta magna. En tal sentido, toda innovación política tomará tiempo en decantar y tal vez tenga un alto costo. En un escenario menos probable, ante un eventual rechazo a la nueva constitución, habrá que tener un plan B que permita recuperar la confianza y legitimidad en el sistema político. Plan que en la actualidad no está siendo considerando.

Más importante todavía es la fragmentación política actual. Esta atomización no ha contribuido a forjar coaliciones estables que permitan ordenar y estabilizar el funcionamiento del sistema político. Hoy las coaliciones tradicionales como Nuevo Pacto Social y Chile Podemos +, antigua Concertación y Alianza son un triste reflejo de la disciplina partidaria alcanzada desde los noventa en adelante, sin ideas y débiles electoralmente, al menos en las presidenciales.

En la coalición de Apruebo Dignidad se avizora una compleja relación entre el Frente Amplio y el Partido Comunista. Y, por la derecha, emerge un Partido Republicano con un candidato presidencial bien perfilado, pero con un partido pequeño sin presencia significativa todavía en el Congreso.

Así pues, la realidad política chilena combina una incapacidad cognitiva de los partidos políticos para comprender los problemas que aquejan al país y una carencia de propuestas programáticas y electorales viables. Ante un escenario incierto, los actores políticos, tanto de derecha como de izquierda, se han aferrado sin ningún tipo de reparo a cualquier propuesta que pueda generar réditos electorales inmediatos sin pensar en el futuro. De ahí que en los últimos días hemos vivido acciones tan cuestionables como la aprobación de los retiros de los fondos de pensiones y la mediática acusación constitucional contra Piñera, a pocos meses de entregar el poder.

En fin, eliminar esta incertidumbre será un proceso de largo aliento que no será resuelto en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias. Se están moviendo las bases del sistema político chileno y está claro que su asentamiento tomará tiempo.

Juan Carlos Arellanoes Profesor Asociado del Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública de la Universidad Católica de Temuco. Doctor en Historia y Magister en Ciencia Política por la Pontifica Universidad Católica de Chile.

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