Por: Fernando Barrientos del Monte/Latinoamérica21

En los años 60 y 70 del siglo pasado eran recurrentes los golpes de Estado encabezados por militares en América Latina. En las primeras dos décadas del siglo XXI, sin embargo, las interrupciones de mandatos presidenciales han desarrollado otras características. De las catorce interrupciones solo dos fueron golpes de Estado y el resto fueron renuncias o destituciones llevadas adelante por los parlamentos. Si bien estas diferencias son sustanciales, pues no es lo mismo un régimen encabezado por militares que por civiles, la interrupción de un mandato presidencial siempre genera crisis en los sistemas políticos independientemente de las formas.

Entre el año 2000 y 2020 varios países latinoamericanos experimentaron crisis derivadas de la rigidez del presidencialismo. En este período se produjeron dos golpes de Estado exitosos —Jamil Mahuad en Ecuador (2000) y Manuel Celaya en Honduras (2009) — y uno fallido —Hugo Chávez en Venezuela (2002)—.

Además, se produjeron cinco destituciones a través de los parlamentos. En el año 2000 Alberto Fujimori renunció inicialmente desde el extranjero, pero el Congreso peruano terminó separándolo oficialmente del cargo. En 2005 Lucio Gutiérrez fue destituido en medio de una profunda crisis económica. Y más tarde, en 2012 Fernando Lugo fue destituido en Paraguay y en 2016 Dilma Rousseff en Brasil, en ambos casos como consecuencia del enfrentamiento entre las facciones que apoyaban a su gobierno y aquellas que estaban en contra. El último presidente destituido por un Congreso fue Martín Vizcarra en Perú a fines de 2020, situación que generó rechazo de una parte de la ciudadanía.

Finalmente, seis presidentes renunciaron a su cargo a lo largo de los últimos 20 años. Fernando de la Rúa en Argentina en 2001, mientras que en Bolivia Gonzalo Sánchez de Losada renunció en 2003 y Carlos Mesa en 2005, los tres en medio de graves crisis económicas y políticas. Otto Pérez Molina en Guatemala en 2015 y Pedro Pablo Kuczynski en Perú en 2018 por acusaciones de corrupción. Y el último Evo Morales en 2019 por acusaciones de fraude electoral. La crisis presidencial en Venezuela de 2019, en torno a la legitimidad y el reconocimiento de dos presidentes, Juan Guaidó y Nicolás Maduro, requiere una clasificación separada, pero es parte del mismo conjunto de eventos críticos de los presidencialismos en la región.

Las debilidades del presidencialismo

El principal problema del presidencialismo latinoamericano es que su diseño es rígido, es decir, los periodos de gobierno son fijos, a diferencia de los sistemas parlamentarios y centra las capacidades de la acción gubernamental en una figura unitaria: el titular del poder ejecutivo. El presidente es jefe del gobierno y por lo tanto de la administración pública, pero también es jefe de Estado, y consecuentemente representante supremo de una comunidad política. Esta doble función genera problemas si los otros poderes no son autónomos e independientes.

Otros factores que debilitan el presidencialismo son un sistema de partidos poco institucionalizado y altamente fragmentado y una débil interiorización del rule of law lo que genera impunidad y consecuentemente desconfianza en el sistema político en su conjunto, algo evidente en América Latina, donde violar sistemáticamente la ley tiene costos muy bajos y beneficios muy altos, sobre todo para las élites.

En suma, en los sistemas presidenciales de los países latinoamericanos —una mala copia del modelo estadounidense— las crisis de gobierno se convierten generalmente en crisis de sistema. Y esto termina frecuentemente con una nueva destitución o renuncia presidencial.

El retorno de liderazgo populista

Cómo si no fueran suficientes las deficiencias mencionadas para hacer tambalear los sistemas políticos, los presidencialismos latinoamericanos cuentan con otro factor de riesgo: los presidentes en sí mismos. En nuestra región, quienes aspiran a la presidencia suelen presentarse en cada campaña ante la opinión pública y el electorado como la encarnación de la solución a todos los problemas sociales. Y cuando las situaciones se agravan esta lógica adquiere el matiz “cesarista” en sentido gramsciano.

Como señaló en 1939 el escritor chileno Ariel Peralta Pizzarro, el cesarismo es esa solución arbitraria y centrada en la personalidad que se presenta como necesaria ante la incapacidad de los actores colectivos de alcanzar acuerdos plurales para encontrar soluciones profundas. Esta lógica ha permanecido a lo largo del tiempo y aflora con fuerza cuando los sistemas políticos no logran procesar las demandas del sistema social.

Ante los problemas del presidencialismo, han vuelto a resurgir en América Latina los liderazgos carismáticos con movimientos basados en la sustitución de los partidos y con tendencias populistas. Estos líderes fomentan una relación de dominio que trata de eliminar las mediaciones para crear un trato patrimonialista y personalista.

En Colombia, Álvaro Uribe promovió una reforma en 2004 que le permitió reelegirse de manera inmediata, mientras en Ecuador, Rafael Correa impulsó una nueva constitución en 2008 que le permitió reelegirse al año siguiente. En Bolivia, Evo Morales ya durante su segundo periodo y con una nueva constitución manipuló al poder judicial para que favoreciera su tercera reelección, lo cual derivó, en una crisis del sistema que terminó con su renuncia en 2019. En El Salvador, Nayib Bukele en febrero de 2020 tomó la Asamblea Legislativa con el apoyo de un sector militar y policial para intimidar a los congresistas para que apoyaran una de sus políticas. En Argentina, Cristina Fernández gobierna por encima del presidente en funciones y probablemente lo hacía también durante el segundo mandato de su esposo Néstor Kirchner. En México, Andrés Manuel López Obrador, y en Brasil, Jair Bolsonaro, gobiernan con lógicas proto-autoritarias, aceptan las reglas de la democracia, pero hacen lo posible para no guiarse por sus principios. Mientras que Nicolás Maduro convirtió a Venezuela en un régimen autoritario.

Los procesos de democratización de las últimas décadas impulsaron reformas para reducir el poder de los ejecutivos. Se incrementar los controles de los legislativos sobre los gabinetes, se rediseñaron los mecanismos para la destitución o juicio político o se crearon órganos constitucionales autónomos para controlar las políticas y el actuar de los gobiernos. En algunos casos, se optó por la ampliación de la separación de poderes como en las constituciones de Ecuador, Bolivia y Venezuela. Pero paradójicamente en la mayoría de los países también se reforzaron los sistemas de elección al incorporar la segunda vuelta electoral y permitir la reelección y se aumentaron igualmente las facultades de los ejecutivos para legislar. Estas lógicas crearon presidencialismos híbridos e institucionalmente débiles.

El presidencialismo opera en un contexto de una ciudadanía latinoamericana con un débil espíritu democrático que favorece los deslizamientos autoritarios. Mientras no se fomente una cultura democrática, nuestras sociedades seguirán confiando en que una sola persona podrá resolver mágicamente todos sus problemas.

Fernando Barrientos Del Monte es cientista político y profesor titular de la Universidad de Guanajuato. Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Florencia. Sus áreas de interés son política y elecciones de América Latina y teoría política moderna.

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