La ciudadanía digital es un concepto emergente, un tanto ambiguo y vinculado a los derechos y deberes de los ciudadanos en el mundo virtual , en la sociedad del conocimiento, en Internet y en las redes sociales. También conocida como ciberciudadanía o e-ciudadanía, examina las competencias digitales imprescindibles para un acceso seguro y efectivo a la información que esté disponible en línea como para participar en comunidades virtuales y presenciales.
Es incuestionable la relevancia de una emergente ciudadanía digital ante una proactiva, veraz y republicana producción de contenido, de un lado, y un consumo consciente y responsable de contenidos, especialmente aquellos disponibles en Internet, de otro. En contraposición, se entiende que una sociedad mal informada no puede ser plenamente libre ni democrática.
La ciudadanía digital está directamente relacionada con otros principios y valores. Desde la libertad de expresión y de comunicación (prensa y emisión del pensamiento), la defensa del interés público y del bien común, hasta ciertas dimensiones fundamentales de la democracia como la rendición de cuentas interinstitucional, el Estado de derecho, la libertad, la competencia, la participación (deliberación) y la igualdad/solidaridad.
En términos analíticos, la ciudadanía digital se localizaría en la intersección entre la libertad de expresión, comunicación pública (política) y democracia. Y es primordial en la sociedad de la información y sus ramificaciones, en lo concerniente a la inclusión (alfabetización digital), derechos y deberes de los usuarios en ambientes de Internet, e-gobierno, ciberactivismo, comportamiento tecnológico adecuado, responsabilidad y convivencia.
Esto ha cobrado particular importancia ante el surgimiento y popularización en las últimas dos décadas de redes sociales virtuales como Facebook, Twitter, Instagram, Whatsapp o Telegram, que son utilizadas diariamente por buena parte de los latinoamericanos.
Aunque no se puedan ni deban soslayar las contribuciones de dichas redes sociales ni del Internet a las sociedades contemporáneas, tampoco se debe desconocer la existencia de conductas irresponsables, intencionales y premeditadas de ciertos actores. Esto comprende una amplia gama de acciones que incluyen la manipulación, el abuso de poder, la invasión de la vida privada, el crimen cibernético, la polarización, el fundamentalismo, la persecución de la disidencia en línea o la divulgación masiva del discurso de odio.
Más recientemente, sobre todo desde el escándalo de Cambridge Analytica, en 2018, las estrategias de desinformación o de diseminación de noticias fraudulentas o engañosas (fake news) cobró aún más relevancia. Y actualmente se entiende que las estrategias de desinformación impactan en procesos de erosión de la democracia en numerosos países a escala global. Ello es reforzado, además, a través del uso de herramientas tecnológicas como la microfocalización o dirección de contenidos, deep fake news, manipulación de algoritmos (Google), astroturfing, entre otros.
Las estrategias de desinformación generan impactos sociales espurios, ya que socavan la confianza social, institucional e interpersonal. Al mismo tiempo, dichas estrategias generan incertidumbre, alientan la ingobernabilidad y la desafección, empobrecen la deliberación en el espacio público, refuerzan posiciones sectarias, sesgadas y radicales (incluyendo el discurso de odio, la discriminación y la digitalización de prejuicios —de género, racial, intergeneracional, geoespacial—), inducen a los usuarios al error y deterioran la cultura política democrática y republicana.
En consecuencia, se viene denunciando insistentemente el extraordinario desafío que representan dichas estrategias de desinformación tanto en democracias consolidadas como en democracias en transición.
¿Qué (se puede) hacer para controlar y reducir la desinformación? Se sabe que la desinformación, principalmente en períodos de campañas electorales, es una estrategia con antecedentes bastante antiguos y que se ha renovado junto a la referida popularización de las redes sociales e Internet. Una vez confirmados sus deletéreos efectos para la deliberación, el espacio público y el bien común, numerosas sociedades y Gobiernos han reaccionado para proteger y reforzar sus regímenes políticos.
En términos operativos, se han adoptado iniciativas como la promoción de la ciudadanía digital, la regulación sectorial o el monitoreo y verificación de los contenidos, hasta la represión y responsabilización de agentes directamente involucrados en la producción y divulgación de noticias fraudulentas, distorsionadas y eventualmente criminales.
En el contexto de ese doble proceso de promoción de una ciudadanía digital y de represión de la desinformación, numerosos actores podrían ser llamados a asumir responsabilidades, sobre todo en el caso de productores, intermediarios y distribuidores de informaciones engañosas. Y en ese ámbito, deberían intervenir las autoridades, las asociaciones de medios de comunicación, el mundo académico, las organizaciones de la sociedad civil, los legisladores, los órganos reguladores, las organizaciones internacionales, los sistemas educativos y la audiencia.
La adopción de medidas contra las estrategias de desinformación y subversión antidemocráticas no pueden ser entendidas como un retorno a la censura previa de los medios de comunicación. Por el contrario, se trata de un creciente esfuerzo de autorregulación y profesionalización del sistema de comunicación, de mejoramiento de la opinión pública fundamentada en evidencia, de recomposición de la relación tripartita entre los medios de comunicación, el sistema político (Gobiernos, oposición) y la ciudadanía, y de perfeccionamiento del régimen político vigente.
En suma, una sociedad no será verdaderamente libre, republicana o democrática si no dispone de información veraz, precisa, transparente y bien fundamentada. El asunto es aún más urgente, ya que, en los últimos años, numerosos países latinoamericanos han sido víctimas de masivas, intencionales y premeditadas campañas de desinformación, principalmente en períodos electorales.
Las estrategias de desinformación y subversión son impulsadas en beneficio de algunos pocos interesados, pero repercuten en el conjunto de las relaciones entre los ciudadanos, la sociedad y el Estado. Por ello, la promoción de una ciudadanía digital se perfila como el mejor remedio contra la pandemia de la desinformación, siempre y cuando esta se fundamente en la veracidad (apertura, descentralización y neutralidad), en el pluralismo (acceso universal), en la diversidad, en la tolerancia a la crítica, en la democracia deliberativa (Gobierno abierto) y en el interés público.
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