Por: David Altman
La elección de constituyentes es producto de un acuerdo interpartidario, luego de que el país fuese testigo del Estallido Social de octubre del 2019; una serie de protestas callejeras con una importante dosis de violencia. El primer paso del acuerdo contempló la realización de un plebiscito donde, de forma aplastante, con casi un 80% de apoyo (aunque con un 50% de participación), la ciudadanía optó por apoyar una nueva constitución que será redactada por una convención constituyente cuyos integrantes fueron finalmente electos este fin de semana. El Estallido Social forzó al país a discutir sobre su política y su arquitectura institucional. Jaqueó al viejo sistema chileno, elitista, tecnocrático, y en cierto sentido aristocrático.
Hace muchos años que venimos argumentando que Chile no tiene una institucionalidad que esté preparada para momentos de estrés. Tiene una institucionalidad diseñada para el éxito, pero si no hay éxito, todo se complica. No tiene los amortiguadores necesarios para absorber los golpes, algunos de los cuales son producto de su propio éxito (mayores demandas, mayor endeudamiento, mayor inequidad). Si a esto le agregamos una crisis social, política, económica y de salud pública como la que estamos viviendo, en un contexto de un galopante déficit de legitimidad, el detonante pudiese haber sido cualquier cosa.
Cuando la dirigencia política se convenció que con la represión no era capaz de controlar el movimiento y estallido social, no tuvo otra opción que abrirse a caras nuevas, a aceptar “pueblo” y a que gente común tomara decisiones. Tanto así que se optó por una Convención Constituyente con paridad de género y representación de los pueblos originarios, algo que diez años atrás nos hubiese parecido ciencia ficción.
En caso de que todo el proceso llegue a buen puerto, esta sería la primera vez en la historia de un país donde la constitución haya sido redactada por un cuerpo esencialmente equilibrado entre mujeres y hombres. Este momento democratizador merece ser celebrado.
Sin embargo, está el peligro de cualquier cambio brusco. La inexperiencia y la falta de gradualidad son un enorme riesgo. Curiosamente, el 80% de los candidatos se postulaban por primera vez a un cargo y casi la mitad eran menores de 40 años. Más aún, este escenario se torna más complejo cuando los resultados muestran un país mucho más fragmentado, menos participativo y fluido que el que la enorme mayoría de los analistas estimó.
A pesar de que mucho del proceso fue detonado por una fuerte frustración con la institucionalidad vigente y su “clase política tradicional”, los partidos tuvieron un rol protagónico a la hora de proponer los candidatos constituyentes. Estos se agruparon en tres grandes coaliciones: “Vamos por Chile” (la actual coalición de gobierno y que ocupa el arco que va desde la centro-derecha a la derecha), la “Lista del Apruebo” (esencialmente la heredera de la antigua Concertación, que ocupa el espacio de centro y centro-izquierda) y “Apruebo Dignidad” (izquierda compuesta principalmente por el Partido Comunista y la coalición de partidos Frente Amplio).
Hubo otras agrupaciones de diverso tinte ideológico pero cuyo caudal de voto fue menor. Y, en una decisión un tanto inusual, la ley electoral permitió la asociación de independientes en listas instrumentales sin tener que ser técnicamente partidos. Esta decisión impactó fuertemente en los resultados.
La elección transcurrió sin mayores sobresaltos. En términos generales, el gran perdedor fue el sistema de partidos tradicionales que gobernó a Chile desde la transición democrática. El gobierno tuvo un paupérrimo desempeño, quizás tan malo como el de la ex Concertación que quedó cuarta, superada por Vamos por Chile, la Lista del Pueblo y por Apruebo Dignidad.
Los grandes vencedores de la jornada fueron el mundo de lo independiente —constituido principalmente por un potpurrí de liderazgos fraccionados, personalistas, frustrados y muy anclados en lo local— y la oposición partidaria más alejada al gobierno donde destacó Revolución Democrática (Frente Amplio), encabezado por Giorgio Jackson, ex líder del movimiento estudiantil universitario de 2011.
Si bien el reglamento interno de la Constituyente será diseñado por la misma convención, en el acuerdo interpartidario se acordó que el borrador final sea aprobado por dos tercios de los convencionales. Como ningún grupo logró obtener un tercio, 52 convencionales, nadie tendrá la capacidad de vetar unilateralmente cualquier decisión que se esté tramitando. Pero, así como nadie puede vetar, para todos será difícil negociar para lograr los dos tercios.
El camino hacia una nueva constitución parece lleno de peligros, algunos de ellos planteados por la propia democracia. Por un lado, hay una fortísima demanda de transparencia y apertura que presagiaría que el proceso de negociación será abierto y visto por la ciudadanía. En este escenario, los convencionales tienen incentivos para mantener posiciones puristas en la negociación y no “tranzar” artículos constitucionales.
Por otro lado, por la cantidad de elecciones que se celebrarán entre esta y el plebiscito “de salida”. Durante este año los chilenos también votarán una segunda vuelta en las elecciones para gobernadores regionales, primarias nacionales, elecciones generales (para el Congreso y el Ejecutivo) y finalmente una posible segunda vuelta para la presidencial. Esperar que la convención y las otras elecciones no se contaminen mutuamente es ingenuo. Cada una de estas elecciones tiene la oportunidad de plantear nuevos conflictos y abrir nuevos debates que podrían socavar el apoyo al proceso de creación de una nueva constitución.
Si bien hay una presencia enorme de caras nuevas —tanto así que ni fotos de algunos de ellos y ellas tenían los canales de televisión a la hora de entregar los resultados— la inexperiencia política de los delegados de la convención, tan atractiva ahora para un país hambriento de cambios, podría convertirse en un lastre. Estos recién llegados podrían estar tentados a redactar un documento maximalista o caer, involuntariamente, en errores, los que podrían ser aprovechados por políticos constituyentes más experimentados y grupos de interés más cohesionados.
Otra gran fuente de incertidumbre tiene que ver con que el plebiscito de salida debe ser ratificado a través del voto obligatorio. El hecho de que en Chile la participación electoral se ubica en torno al 50% desde 2012, —la mitad de los ciudadanos de a pie que consistentemente optan por no emitir su voto se verán obligados a hacerlo— vuelve el resultado aún más impredecible.
En fin, si por un lado se siente mucho de imprudencia en el proceso, —una suerte de salto al vacío— también se siente una oxigenación necesaria y un mesurado optimismo.
David Altman, es profesor titular del Instituto de Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica de Chile, Doctor en Ciencia Política de la University of Notre Dame, EE.UU.
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