Por: Alejandro García Magos/Latinoamérica21

Hace algunas semanas el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció que la vacuna mexicana contra el COVID-19 ya tiene nombre, se llamará “Patria”. Se oye bien. Sin embargo, cuando le preguntaron por el avance en la investigación, su financiamiento, producción y distribución sólo ofreció vaguedades. El anuncio era el nombre de una vacuna que no existe.

Discrepancia entre discurso y realidad

Bienvenidos al México de AMLO, donde la discrepancia entre el discurso y la realidad es norma. Ejemplos sobran. Enero fue el peor mes desde el inicio de la pandemia con 32,729 muertes por COVID-19, pero a fines de ese mes el gobierno anunciaba que el virus estaba bajo control. El año 2020 se proyecta como el más violento en la historia de México con 40,863 homicidios dolosos, pero AMLO afirma que su gobierno ha logrado contener la violencia. La caída del PIB mexicano el año pasado fue de 8.5%, la mayor desde la Gran Depresión de1929, pero el gobierno estima que este año se superará la crisis económica. Y como si fuera poco, el presidente afirma que ya no hay corrupción en su gobierno, pero circulan videos de su hermano recibiendo bolsas con billetes de políticos allegados a su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA).

La discrepancia entre el discurso oficial y la realidad es de origen y se remonta al sobrenombre que AMLO le dio a su gobierno cuando tomó posesión del cargo: la “cuarta transformación” del país. Las tres primeras habrían sido la Guerra de Independencia (1810-1821), la Guerra de Reforma (1858-1861) y la Revolución Mexicana (1910-1920). Se trata de una burda manipulación de la historia patria, pero que refleja qué tan lejos vuela el discurso gubernamental de la realidad hoy en México.

En efecto, el gobierno de AMLO no se asume como lo que es: uno de los tres poderes públicos que constituyen al Estado mexicano, ni más ni menos. Por el contrario, se imagina a sí mismo (al menos discursivamente) como una reedición de las sangrientas convulsiones que han marcado al país y que dejaron un reguero de muertos.

Los nombres importan. En este caso la “cuarta transformación” revela dos hechos graves. El primero, y ya mencionado,la disonancia entre el discurso público y la realidad. El segundo, el talante anti-democrático de AMLO, quien al parecer aspira a una victoria total, aplastante sobre sus adversarios. En esta “transformación”, tal como en las otras tres, los partidos de oposición no serían legítimos representantes de la diversidad política del país, sino un enemigo histórico a vencer.

La democracia mexicana

La democracia que construimos los mexicanos a fines del siglo veinte promete todo lo contrario. De hecho, uno de los objetivos principales de la transición democrática (1977-1996) fue incorporar a la política institucional partidos y actores que no compartían el credo del hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), como el Partido Comunista. No olvidemos de dónde venimos: México durante buena parte del siglo pasado fue un régimen autoritario de partido “casi único” con una “presidencia imperial”, como la llamó el historiador Enrique Krauze, en su ápice.

Un elemento clave para desmontar el régimen autoritario del PRI fue crear un andamiaje institucional que impidiera la concentración de poderes, formales e informales, en el Ejecutivo. Se pretendía evitar así que cada seis años un nuevo presidente intentara transformar el país de arriba a abajo.

Por este motivo es que López Obrador se aviene tan mal con las instituciones democráticas del país como el Instituto Nacional Electoral (INE), y por extensión con sus consejeros. Porque una cosa es llegar al poder a través de las urnas y otra es gobernar en medio de un berenjenal de equilibrios y contrapesos institucionales. ¡Un fastidio, la democracia, cuando tienes que obedecer sus reglas! Y el gobierno de AMLO no es una excepción en cuanto a su difícil encaje en un régimen plenamente democrático.

Los populismos de izquierda y derecha latinoamericanos siempre han considerado la democracia como un obstáculo. Y sí, lo es. Está ahí para moderar ambiciones radicales, ralentizar la promulgación de leyes, acotar temporal y materialmente a los poderosos, y evitar la toma absoluta del Estado por un sólo grupo. Dicho claramente: la democracia está para hacerle la vida difícil al político con ínfulas de autócrata. Y la democracia mexicana lo está logrando hasta cierto punto.

La transformación que prometió AMLO es al momento sólo discursiva. Lo cierto es que no lo tiene nada fácil. Este es un gobierno de vacas flacas cuyas principales promesas de campaña, menos violencia y mayor crecimiento económico, están hoy fuera de su alcance material. Quizá por ello AMLO se aferra hoy más que nunca al clavo ardiente de un patriotismo esperanzador plagado de simbolismos, pero carente de sustancia. Mucho ruido y pocas nueces.

Alejandro García Magos es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Toronto y Doctor por dicha universidad. Especializado en democracia y autoritarismo en México. Editor Senior en Global Brief Magazine. www.latinoamerica21.com, un medio plural comprometido con la divulgación de información crítica y veraz sobre América Latina.

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