“Lo que no conoces no lo necesitas” asegura Yolanda, refiriéndose al sistema de agua potable, alcantarillado, alimentación completa, medicamentos y hasta respeto, porque librar a su madre del terror doméstico que produce mudez y aplasta la dignidad es solo un deseo.
En la Sierra de Zongolica se bebe el agua que cae del cielo, café cosechado en el traspatio y tostado en casa, se come tortilla, también frijoles cuando alcanza. Ahí la lluvia es una mantilla fresca que cubre de ostentosa naturaleza a los cerros de la sierra madre occidental. Construida con tablas sacadas de los árboles que vieron crecer a sus padres y abuelos, la choza de Yolanda Tlaxcaltécatl se encuentra ahí, de pie y humeante. Su historia no es la de una mujer desaparecida o muerta, se trata de un relato que aunque evoca nostalgia, es la voz de auxilio de una joven nahua.
Nacer mujer en una comunidad indígena de México es sentencia dictada de discriminación que ofrece analfabetismo, desnutrición, violencia y la posibilidad de no existir. El registro civil no es para todos, cuando realizar el trámite exige dejar la protección de las montañas, un viaje que pone bajo tus pies un suelo hostil y sobre ti el látigo de la secesión.
Yolanda tenía 3 años cuando la muerte de Ernestina Ascencio Rosario colocó a la vista a las comunidades escondidas en la Sierra de Zongolica Veracruz; la verdad hiriente es que la opinión pública solo recoge historias que logran acaparar atención, despertar morbo y a veces indignación, luego las voces oficiales las reescriben y regresan a las muertas al olvido. Aquel febrero de 2007 la familia de Rosario y lugareños señalaron a militares como sus agresores, pero el entonces presidente cerró capítulo dictaminando “causas naturales” y tal vez no se equivocó, una anciana de 73 años “naturalmente” moriría al ser atacada sexualmente por varios hombres de verde, tal como lo dijo Ernestina antes de morir. Fue la palabra de una MUJER, anciana, indígena y moribunda, contra la palabra del Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de México, en defensa, por cierto, de militares.
Yolanda Tlaxcaltécatl tiene claro que a ellas nadie las salva; no han faltado gobernantes que visten, pasean y hablan como indigenistas, pero los programas federales coronados de flores y listones de colores no son otra cosa que pequeñísimas aportaciones económicas que no dibujan un mejor porvenir porque no nutren, no educan, no sanan y no protegen; podrán mitigar el hambre por algunos días o financiar el problema de alcoholismo que ahoga a las comunidades. Alcoholismo y machismo suman violencia y esta operación ha generado una cuenta terrible y heredable que pagan las mujeres y pagarán las niñas indígenas, convertidas en el último eslabón de la cadena de la miseria en México.
El futuro de Yolanda y 6 millones de mujeres y niñas indígenas dependen de la efectividad del poder del Copal con el que se purificó la investidura presidencial el 1 de diciembre del 2018, cuando cruzado por la banda tricolor y con el bastón de mando en mano el Presidente anunció su primer gran compromiso: Atención especial a los pueblos originarios de México.
“Fortalecer y preservar sus culturas” es la desgastada premisa sobre la que se integran los programas de apoyo a comunidades indígenas ¿Son estas palabras una condena para las víctimas de violencia? Preservar sus culturas ha implicado mantener intacta esa figura paternalista que otorga el poder al hombre y lapida a las mujeres normalizando el despojo y la agresión, dejándolas a su suerte, una suerte descarada y machista porque a ellas nunca les sonríe.