Korina Bárcena

Mi amado migrante

El Presidente no definió si los paisanos son buenos, malos o aspiracionistas traidores

02/07/2021 |02:20
Redacción El Universal
Pendiente este autorVer perfil

Nadie que no haya desafiado el miedo de no poder llevar comida a los suyos conoce el coraje que empuja a un individuo a salir de casa, arrastrando miseria y desesperanza, con los ojos en la ilusión de un sueño y con el corazón atado a México y los que se quedan ahí.

Las historias de migrantes siempre fueron mis favoritas, por el deseo infantil de aventuras, por la pausada y pura narración de don Amado Bárcena, mi abuelo, y porque todas esas historias eran mías, pues contaban el camino de don Florentino, padre de mi bisabuela Micaela.

Al perder el pensamiento mágico de la infancia entendí que no eran aventuras, que los que viajaban en ese tren no deseaban hacerlo, y que no eran del todo bienvenidos en el país del norte.

Newsletter
Recibe en tu correo las noticias más destacadas para viajar, trabajar y vivir en EU

La ruta del que sale con nada en busca de todo siempre es la más larga, la más acechada, para muchos el camino es destino y hasta puede ser final, pero perseguir la sombra de un sueño se convierte en armadura que los ayuda a enfrentar toda suerte de peligros. Una vez en ese lugar lejano y ajeno a todo lo suyo, los mexicanos migrantes con desafiante decisión de subsistir construyen un México en el interior de sus hogares, en las cocinas, jardines, hoteles, fábricas, hospitales, oficinas y escuelas donde trabajan o estudian, pero también lo construyen de este lado de la frontera. Las remesas han sido el recurso que mantiene vivos a municipios olvidados por la autoridad, también pagan el servicio completo de salud del niño o anciano que no encuentra medicamentos en las unidades públicas, las remesas construyen la casita de la madre de familia que se ha quedado aquí sola a cargo de los hijos, las remesas salvan al pequeño comerciante que lo perdió todo en la pandemia.

Nuestra historia migrante nace con la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848, ahí se pactaba paz entre México y Estados Unidos, y se definía la división fronteriza donde perdimos cerca de 2 millones 300 mil kilómetros cuadrados de territorio, es decir, la mitad de nuestro país.

En 1845, con la construcción del ferrocarril y el incremento en la producción de frutas en California, llegó la necesidad de importar fuerza laboral extranjera. Sin restricciones migratorias, Estados Unidos presumía política de puerta abierta. En 1885, con la implementación de la “Alien Contract Labor Law”, se redujo el flujo migratorio aunque siguió requiriendo mano de obra mexicana.

El fenómeno migratorio ha enfrentado procesos cambiantes y convulsos. Entre 2008 y 2013 creció el número de paisanos que regresaron a probar suerte a su país natal, pero al ser recibidos por un México ensangrentado, inmerso en una guerra contra el narco, deficientes servicios de salud y educación bilingüe, regresaron a Estados Unidos, pues una vez más les fallamos.

La tendencia decreciente de mexicanos indocumentados intentando cruzar la frontera se ha revertido durante el último año, cuando la crisis de la pandemia golpeó por igual a grandes empresarios y pequeños comerciantes, dejando de marzo de 2020 a marzo de 2021 más de 2 millones de desempleados.

Sin ningún apoyo o estímulo gubernamental en el horizonte, crisis por el desabasto de medicamentos y de seguridad, trémula justicia y autoridades ocupadas en la labor irracional de difundir odio y división con excusas artificiosas, una vez más son los paisanos quienes salvan México. El Presidente presumió logros históricos en el envío de remesas, pero aún no definió si los paisanos son buenos, malos o aspiracionistas traidores, por no quedarse en su tierra a ser pobres y felices, felices, felices.

Los que seguimos acá, los reconocemos como el pueblo mexicano que soñó y lo logró, les seguimos debiendo un México donde se pueda soñar y lograr.