Fue un horror. La muerte de 39 migrantes en un centro de detención del gobierno mexicano en Ciudad Juárez fue, sencillamente, un horror. Murieron calcinados, asfixiados, encerrados. Murieron bajo la mirada del gobierno mexicano; en custodia del gobierno mexicano.

“Somos humanos,” me dijo Milagros, inmigrante salvadoreña, un día después de la tragedia. “No somos animales”. Hasta dónde hemos llegado, pensé, que Milagros debe hacer este recordatorio.

Cuando llegamos, afuera del lugar había cientos de migrantes reunidos alrededor de un altar con veladoras y letreros exigiendo justicia. Algunos de ellos estaban ahí para poner presión sobre las autoridades, otros porque poco a poco descubrían que entre los fallecidos estaban sus familiares, sus amigos o sus compañeros de viaje. Hoy, en esta ciudad hay miles de migrantes que esperan poder cruzar a Estados Unidos. Muchos de ellos se conocen entre sí. Tal vez no iniciaron juntos el camino, pero se encontraron en la ruta y se acompañan desde entonces. Por eso el dolor ha sido tan intenso para ellos. Es una desolación compartida. El recordatorio de su vulnerabilidad.

“Pude haber sido yo,” me dijo David con su niño de dos años en los brazos. Apenas unas horas antes del incendio él había estado dentro de esta prisión para migrantes. Casi todas las personas con las que platiqué me dijeron que conocían el lugar: “es una cárcel”, “ahí lo tratan a uno muy mal”, “no se lo deseo a nadie”.

—¿Quiénes llegan aquí? —pregunté.

—Cuando nos deportan de Estados Unidos, aquí nos traen y después nos sueltan. A veces si estamos en la calle vendiendo algo o lavando vidrios o pidiendo dinero, también nos agarran y nos traen aquí.

Eso es lo que pasó el lunes. Una redada. Una limpia por las calles de Ciudad Juárez. Unos 70 migrantes quedaron detenidos ese día. A Jeaine, venezolana, la levantaron con su esposo y su hija de un año en la esquina de una farmacia. La niña tenía fiebre y fueron a comprar medicinas.

—¿Qué hacían ustedes cuando los detuvieron?

—Nada —responde ella, los ojos llorosos. —Estábamos parados. Nos pidieron nuestros papeles, nos dijeron que el permiso estaba vencido y nos subieron los de Migración.

—Pero ¿cómo supieron que eran migrantes?

—Se nos nota... —me dice con una sonrisa triste, encoge los hombros y se resigna a su destino cruel.

Jeaine también se salvó del incendio. Su relato, y el de tantos más en Ciudad Juárez, pone al descubierto la crudeza de la crisis migratoria entre México y Estados Unidos.

Por años, la presión se acumuló en esta frontera. Desde los tiempos de Trump, México acordó recibir a decenas de miles de migrantes que Estados Unidos regresa, primero a través del programa Remain in Mexico, después con el Título 42. Pero hizo poco para mejorar sus instalaciones, incapaz de invertir en la seguridad y el bienestar de estos migrantes. Las cosas han cambiado poco con Biden.

Esta tragedia es el resultado de eso. Las políticas migratorias tienen consecuencias.

Twitter: @JulioVaqueiro