Era como si el tiempo se hubiera detenido. La luz apenas entraba por la ventana, pero en la penumbra se distinguía la silueta de una muñeca con ojos de cristal que aguardaba sentada en una silla infantil. Un oso de peluche esperaba paciente a su lado. Un bebé de juguete dormía en su carriola. En este kinder no había niños, solo mochilas medio abiertas, cuadernos de dibujo sobre la mesa, el lápiz sobre las hojas y la tarea sin terminar. Cada objeto abandonado en los pupitres era evidencia de que la vida había quedado en pausa; el ciclo escolar interrumpido por la guerra.

El silencio aturdía. Llegamos a este salón de clases en la localidad de Ashkelon, en el sur de Israel, porque nos dijeron que en este lugar había estallado un misil. La mayoría de la población aquí abandonó la ciudad después de los ataques terroristas del 7 de octubre. El gobierno de Israel evacuó la zona próxima a la Franja de Gaza por su cercanía con el conflicto. Ashkelon está a pocos kilómetros de la frontera, en medio del fuego cruzado. Sus calles están vacías y la tensión aprieta como un puño. Solo las alarmas de misiles rompen el silencio.

El sistema de seguridad israelí alerta en esta región con 30 segundos de anticipación cuando un proyectil viene en camino desde Gaza. Suena la sirena y comienzan a contar los 30 segundos para tomar refugio, tirarse al suelo y taparse los oídos antes de la explosión. El país está tan acostumbrado al conflicto, que casi todas las casas y departamentos tienen su propio cuarto de seguridad: una bóveda con ventilación y muros de acero para resguardarse en caso de un ataque. Si suena la alrma, los israelíes corren a su habitación segura. También hay refugios públicos para aquellos a los que el bombardeo los toma por sorpresa en la calle. En la mayoría de los casos, el Domo de Hierro detiene los misiles de Hamas en el aire y evita que toquen tierra. Pero no siempre.

Apenas llegamos, sonó la alarma, tomamos refugio y vimos los estallidos en el cielo: cohetes interceptados en lo alto. La adrenalina y el miedo. Y vimos también tres columnas de humo: proyectiles que sí consiguieron evitar el Domo de Hierro y explotaron alrededor de una planta eléctrica.

Horas antes, otro misil había caído en la escuela en la que el tiempo parecía detenido. Los vecinos que se resistían a evacuar nos apuntaron con el dedo: “ahí es donde cayó”. Sus casas temblaron con el impacto, todas sus ventanas estaban rotas.

Cuando llegamos al colegio, el fuego ya estaba apagado. Los columpios suspendidos en el jardín estaban intactos. Pero en el suelo se veía el rastro de la guerra: escombros y cenizas del edificio destruido. Entramos por la parte de atrás que no sufrió ningún daño. Silencio. La puerta estaba abierta. Y entramos a ese kinder en el que, a esa hora, tendría que haber niños de tres a seis años corriendo y riendo en el aula. Pero no había nadie. Solo la vida en pausa. Nuestros pasos crujían sobre el polvo. Caminé un poco entre los salones, encontré más escombros en el lugar del impacto, los muros quemados y el metal de las puertas retorcido por el calor de las llamas. Y pensé en los ausentes: esos niños que no estaban ahí, su mañana en la escuela había quedado suspendida; su infancia marcada para siempre por esta guerra.

Si por algo el conflicto en Medio Oriente no acaba, pensé, es porque el odio y el extremismo han acompañado durante décadas a generación tras generación de israelíes y palestinos. Y aquí va una generación más.

@JulioVaqueiro

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