Julio Vaqueiro

Cinco días en Acapulco

Columnista Julio Vaqueiro. Foto: EL UNIVERSAL
31/10/2023 |01:54
Julio Vaqueiro
Autor opiniónVer perfil

Ni siquiera podía uno escuchar sus propios pensamientos. No solo era el estruendo de la destrucción. Era el caos.

En el día después del huracán, la entrada principal a Acapulco estaba parada. Kilómetros de coches detenidos por horas en una fila de angustia interminable. Nos bajamos del auto y caminamos con dirección al mar. El calor abrasaba, el metal y los motores y los neumáticos ardían. Las ambulancias chillaban, pero no podían avanzar. La ayuda que venía en los enormes convoyes del Ejército y la Marina estaba también estancada en ese tráfico.

A pie, llegamos al desorden y la devastación. La ausencia de normas. La desesperación.

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La calle era una montaña de lodo. El paso era casi imposible. Acapulco era un laberinto de escombros. Pero, como si estuviéramos en un tianguis dominical, la gente caminaba en la calle de un lado al otro con carretillas y diablitos llenos de paquetes de papel de baño, leche en polvo, botellas de agua. Gritaban y sacudían las manos con urgencia, como si la vida se les fuera en ello. Y se les iba en ello.

Había quienes se llevaban lo necesario, y había camionetas cargadas de mercancía hasta desbordarse. La rapiña es un asunto contra el reloj. Iban y venían frente a mí hombres y mujeres a toda prisa con la mercancía saqueada. No había tiempo qué perder. Cuando uno pisa un hormiguero, las hormigas se desconciertan y corren sin sentido. Eso parecía Acapulco: un hormiguero en el que regía la ley del más fuerte. En los primeros días después de Otis no hubo otra regla, solo esa: sálvese el que pueda.

No hay un solo metro cuadrado en este puerto que no haya quedado deshecho. Yo nunca había visto una catástrofe así. Nunca pensé que la vería aquí. Este es el lugar en el que muchos mexicanos conocimos el mar por primera vez. Vino a mi mente ese recuerdo: mis papás señalando con el dedo los majestuosos puentes de la Autopista del Sol cada que pasábamos sobre uno de ellos, en un esfuerzo por entretenernos con algo en esa carretera sin fin; la conciencia de que era feliz con mis hermanos jugando en la arena; una fotografía que por ahí debe estar en la que salgo chimuelo frente a la playa.

Ese Acapulco ya no existe. Acapulco está devastado.

“Es como si nos hubieran lanzado una bomba,” me dijo Ramiro en la zona de Playa Diamante. Su casa, como todas, estaba en ruinas y cuando salió por algo de agua y comida para los días después de la tormenta, quedó impresionado con lo que vio: “Se había caído el sistema. Todos parecíamos salvajes agarrando lo que pudiéramos de las tiendas”.

Todavía resuenan las palabras de la señora Margarita. “El dinero aquí no sirve para nada,” me explicó en un llanto por no poder hablar con sus hijos que viven en Kansas. Eso es lo único que ella quería, poder decirles que estaba viva. La tragedia de Acapulco nos lleva a lo más elemental. ¿Qué pasa cuando las normas colapsan? Qué delicado es el equilibro de las cosas que con un viento dejan de servir. “Vivimos el fin del mundo. Y falta lo peor,” remató Ramiro.

Noches largas sin luz, sin teléfono, sin internet, sin gasolina, sin agua… sin agua.

El quinto día

Las cosas fueron cambiando despacio, poco a poco, vi cómo el pasmo por la destrucción se sacudía. No es que la congoja se hubiera ido, pero al menos ya se revolvía con algunos gestos de unidad. En la calle 4 de la Colonia Emiliano Zapata, la señora Mari preparaba un pozole en una enorme olla sobre las brasas en medio de la calle. Frente a ella, entre el lodo y los árboles de mango caídos, los hombres de la cuadra ya trabajaban para salir del desastre. “Hay que darles alimento para que puedan seguirle”.

La humedad y el olor eran insoportables, pero ellos con sus palas levantaban el lodo; con el pico, rompían las raíces y con el machete cortaban los troncos. Más adelante quemaban un montón de ramas y hojas de los árboles. Les urgía abrir paso para poder salir y traer ayuda. Las láminas de todos sus techos estaban donde no debían estar. “Van cinco días,” exclamó Mauricio, “no nos vamos a esperar a que venga el Ejército”.

En medio de la desgracia, estos hombres no dejaban tiempo para una queja. Ni contra su destino, ni contra el gobierno, ni siquiera contra Otis, a quien por estos días todos culpamos de todo, ellos tenían un reclamo. Con un buen pozole recién cocinado, renovaban el ánimo para continuar la limpieza. Incluso reían y bromeaban en medio del trabajo.

Pero apenas unos pasos arriba, sobre la misma calle, esa alegría se desvanecía. Adelante velaban a la señora Sotero. “Murió del susto,” me dijo en un sollozo su hermana Lucía. El ataúd estaba a la intemperie, sobre la tierra mojada y entre los mangos derrumbados, resguardado por cuatro velas, una en cada esquina, y la supervisión divina de la cruz y la virgen. Lucía no aguantó las lágrimas: “Aquí está, en medio de la calle, ni siquiera en su hogar la pudimos despedir. Así lo quiso Dios”. La señora Sotero ya estaba enferma. La acababan de operar, pero con el huracán no recibió la atención necesaria. Su casa quedó deshecha y Otis no dejó nada. Ni siquiera una fotografía para recordarla.

En la misma cuadra de la Calle 4 vi las dos cosas: el duelo de una familia en la devastación, y el ánimo para salir de la tragedia en los hombres que juntos limpiaban su colonia. Ese dolor y esa esperanza en cinco días.

Hoy, casi una semana después del impacto, una reflexión: la tragedia de los acapulqueños, su pérdida, su joya del Pacífico robada, su angustia, su destrucción, su desesperación y su sed, no son asuntos que deban dividirnos en discusiones políticas. Tampoco su ánimo para salir adelante; su esfuerzo por ir entre la mugre y los charcos, con las chanclas pegadas a los pies en busca de alimento o su determinación de cruzar la ciudad caminando porque no hay transporte público, errantes bajo ese calor guerrerense, para encontrar a sus familiares, de quienes no han sabido nada del otro lado de la bahía. Nada de eso es un asunto que deba dividirnos. Es la vida misma que entre todos tenemos que rescatar.

@JulioVaqueiro

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