No cabe duda que el virus (SARS-CoV-2) trae sus tiempos. Mientras tenga posibilidades de hospedarse en organismos susceptibles, lo seguirá haciendo. Aniquilando a los más vulnerables e induciendo defensas contra sí mismo en los que muestran mayor capacidad adaptativa. Paradoja de la biología, así es la evolución de las especies.

Nosotros en cambio, los humanos, no hemos entendido al fenómeno. Buscamos culpables donde no los hay, construimos expectativas sin sustento. Invocamos fuerzas conspirativas e indagamos explicaciones por doquier. Es una necesidad específicamente humana que nos ayuda a lidiar con la angustia que generan la incertidumbre y el miedo a la muerte. Y cómo no tenerlo, si van cerca de 800 mil muertos (yo creo que deben ser más). Cómo no tenerlo, si vemos que en aquellos lugares donde parecía controlado, el maldito virus resurge una y otra vez, y la amenaza de una nueva oleada global se ciñe sobre nosotros como una espada de Damocles, cuando ni siquiera hemos acabado de salir de la primera.

A veces pienso que nos invade una resistencia hostil a aceptar la realidad. Y no me extraña. Hay razones para ello. Estamos todos en el mismo mar pero no en el mismo barco. La pandemia nos ha pegado a todos, pero a unos más que a otros. Es difícil estar juntos cuando predominan la desigualdad y la polarización. Y no obstante, nuestra mejor opción es enfrentar la pandemia juntos, porque nadie estará a salvo hasta que todos estemos a salvo.

El síndrome que hoy compartimos la mayoría, el problema de salud que se ha extendido más aún que la enfermedad por COVID-19, es el síndrome de la fatiga por la pandemia. Estamos hartos, y me temo que aún no finaliza el primer tiempo, hablando en términos futboleros. Soy de los que piensa que no tiene caso imaginar oasis en el corto plazo. ¿A cuenta de qué? Creo que es mejor ubicarnos en la realidad objetiva sin menoscabo de una buena dosis de optimismo (que siempre ayuda), pero no con distorsiones fantasiosas. Eso sólo terminará, tarde o temprano, en nuevos desencantos.

Las vacunas (hay más de 170 en proceso, 26 de las cuales ya en su fase clínica) están cerca y están lejos. Se desarrollan a una velocidad portentosa, inaudita, pero están atrapadas en nacionalismos que eclipsan los avances formidables de la ciencia: el poder antes que la solidaridad, el lucro antes que la salud. Hay ciertamente esfuerzos encomiables, como los desarrollados por la Cancillería mexicana, la Fundación Carlos Slim y organismos multilaterales como la ONU y la OMS/OPS. Pero vamos a contracorriente. Habrá vacuna antes de que prevalezca nuestra otra alternativa: la inmunidad natural, mejor conocida en estos tiempos como inmunidad de rebaño. Que no es otra cosa más que sálvese quien pueda, por la gracia de dios, por destinos de la naturaleza o por la solidaridad comunitaria que por fortuna tampoco ha faltado. Como prefiera usted verlo.

Yo estoy en la trinchera del multilateralismo (lo opuesto a los nacionalismos) y seguiré haciendo mi mayor esfuerzo para que la resolución planteada ante el G-20 por el presidente López Obrador e impulsada por México en la ONU, aprobada por unanimidad y copatrocinada por 179 países, se haga realidad: acceso equitativo, justo y accesible a medicamentos y vacunas contra la enfermedad por COVID-19. Pero no hay nada seguro. En todo caso, el acceso va a ser gradual, paulatino. ¿Quiénes irán antes, con qué criterios? Algo me queda claro: no habrá vacunas para todos al mismo tiempo. Por eso mismo son vitales las iniciativas que ha tomado nuestra Cancillería.

Sabemos que el estrés intenso, prolongado, la incertidumbre ante amenazas externas, afectan la salud mental. Generan signos y síntomas clínicos (duelo, ansiedad, depresión), producen problemas psicosociales (abuso de alcohol, violencia, desempleo). En el ámbito de la medicina se reconoce un síndrome por fatiga crónica, que guarda conexión con lo que estamos viviendo. Se presenta con somnolencia diurna (por alteraciones del sueño), dolores articulares y musculares sin causa aparente, irritabilidad, disminución de la memoria y la capacidad de concentración, entre otras manifestaciones. La fatiga no cede con el descanso y, además, propicia el ausentismo laboral y el aislamiento social.

Los desastres naturales también han sido extensamente estudiados y sus consecuencias en la salud mental son bien conocidas. En una primera fase, las comunidades se solidarizan, se unen. Recordemos las imágenes conmovedoras de los balcones en diversas ciudades de Italia y España, la gente cantando, aplaudiendo, rindiendo homenaje a los héroes (médicos, enfermeras, trabajadores de la salud). Pero no duraron mucho. Acabó por imponerse la otra realidad: el desencanto, la frustración, el enojo, la desobediencia. Ese es el síndrome de la fatiga por la pandemia.

¿Qué hacer? Bueno, siempre hay algo que hacer frente a la adversidad. Lo primero es reconocer el malestar, sus orígenes. Tratar de entenderlo. No tiene caso negarlo o disimularlo. Hay que hablar del tema, con la familia, los amigos, quienes creamos que puedan entendernos. La empatía es más común en condiciones como esta. La gente entiende y nos entiende. No siempre, pero qué importa, mientras haya alguien que sí lo haga. Tratar de entender al otro y apoyarlo, nos ayuda a nosotros mismos. Ese es el germen de la solidaridad. Ser solidarios nos hace sentir bien. Hoy el país y el mundo necesitan eso: solidaridad.

He vivido en Nueva York en estos meses una experiencia singular. Fue epicentro mundial. Se habilitaron morgues bajo carpas en Central Park. Un escenario dantesco. Vi tráileres refrigerados afuera de los hospitales más prestigiados, para albergar los cuerpos de las víctimas, en tanto los reclamaban sus deudos. Hoy es una de las ciudades más seguras. Han hecho millón y medio de pruebas (hacen 30 mil pruebas diarias gratuitamente, entre diagnósticas y serológicas), lo cual les ha permitido estimar, con bases razonablemente sólidas, una prevalencia del virus circulante menor al 1%. La gente se cuida. El cubrebocas y la distancia física se han vuelto parte del código de conducta cívica. Las excepciones son casi siempre masculinas. La autoridad vigila y actúa. Temen un rebrote en cualquier momento y razón no les falta. Pero son ejemplo de una fuerza colectiva que se transmite, de una actitud que nos ayuda entender algo fundamental en estos tiempos: aún importa cuidarnos los unos a los otros.

Embajador de México en la ONU 

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