A Horacio Franco, por su exitosa diplomacia cultural en Nueva York.

Desde tiempo inmemorial se sabe que el lenguaje violento precede a la conducta violenta. Lo anterior nos obliga a ser conscientes de sus implicaciones actuales: nuestros días son los de la realidad líquida y virtual, los de las redes sociales, con su enorme capacidad de incidir en nuestras vidas. El discurso de odio como problema global ha escalado al grado que, el Secretario General de la ONU António Guterres, ha sometido a la consideración de los países una estrategia y un plan de acción para contenerlo. El llamado ha sido para unir voces contra el odio y la intolerancia. Se van sumando adeptos, pero hay que apretar el paso. A veces queda la impresión de que la batalla se pierde.

Y es que en los últimos tiempos han aumentado los atentados contra personas o grupos, sea por su religión o sus creencias, su raza, su lengua, su orientación sexual o para el caso, cualquier rasgo que los identifique como diferentes. Lo mismo se han asesinado a judíos en sinagogas (Pittsburgh, Pennsilvania), que a musulmanes en mezquitas (Christchurch, Nueva Zelanda), o a mexicanos y a norteamericanos de origen latino en los centros comerciales a los que suelen ir (El Paso, Texas), o a miembros de la comunidad LGBTI en sus bares de preferencia (Orlando, Florida), o a los migrantes en sus penosas travesías (en cualquier punto del planeta). El común denominador es la intolerancia, el discurso de odio que los victimarios usan para reivindicar sus atrocidades. El odio se aprende y mata.

En algunos lugares se exalta la tolerancia y la coexistencia pacífica, se enaltece la diversidad como fuente de riqueza y de fortaleza en tanto que, en otros, la diversidad se presenta como una amenaza. Irrumpen la xenofobia y el racismo. Su discurso (paranoide) es efectista. Pienso que el más virulento de todos, el que más vehementemente ha convocado a la acción violenta y al terrorismo local, es el discurso del supremacismo blanco, el que subyace al extremismo violento de origen racial. Para muestra, hay que revisar el Informe Anual de Estadísticas de Crímenes de Odio del FBI.

El discurso de odio acaba por deshumanizar a individuos o grupos que con frecuencia ya habían sido marginados. Exacerba la discriminación de la que ya han sido objeto. Amplificada la narrativa por algoritmos diseñados con estos fines en las redes sociales, se precipitan conductas violentas que se contagian. No parece haber frenos ni contrapesos efectivos. Ser resilientes es mejor que victimizarse, pero no basta.

La secuencia tiende a repetirse: los primeros disparos son a menudo discursivos. A la retórica incendiaria (casi siempre con fines político-electorales) que estigmatiza a “los otros”, le sigue una andanada en las redes sociales que transgrede el límite del mínimo respeto a los derechos del otro. Una vez seleccionado el blanco, se procede a “hacer justicia”, a dar “una buena lección”. En realidad, la afrenta es para todos. Claro está que los más vulnerables se vuelven las víctimas preferenciales. Así ha sido siempre el fanatismo. Pero la indiferencia y el silencio nos hace cómplices.

Los discursos que incitan al odio son tóxicos, constituyen la semilla de crímenes atroces, feminicidios y actos terroristas (antisemitas, antiislámicos o antihispanos). Asumir que nada puede hacerse es la claudicación de la libertad y la derrota de la democracia. Es el ocaso del Estado de derecho y el exterminio de la convivencia pacífica. Hace muy bien la Cancillería mexicana en impulsar, ante diversos foros multilaterales, iniciativas contra la supremacía étnica y los crímenes por odio racial en el mundo. Una condena internacional más estructurada y contundente será bienvenida y oportuna, pero tampoco basta.

¿Cómo proscribir un discurso que incite a la violencia a partir del odio? Vamos, ¿cómo definir el discurso del odio? El problema parece radicar en un lenguaje que usa términos peyorativos para referirse a personas o grupos en función de quienes son, es decir, de dónde vienen, qué lengua hablan, que religión profesan, de qué raza son o cuál es el color de su piel, cuáles son sus preferencias, cuál su género u orientación sexual, etcétera. ¿Cualquier rasgo de identidad, para el caso?

El discurso del odio no es una condición innata a la naturaleza humana. Es una práctica cultural que se aprende y se estructura socialmente a través de circuitos afectivos. En la ONU, Guterres sostiene –con razón– que el discurso de odio atenta no solo contra los derechos humanos, sino contra la prevención del terrorismo, la violencia de género y los crímenes de atrocidad en masa. Que actúa en contra de los mecanismos de protección de migrantes y refugiados, y representa un grave obstáculo a los esfuerzos por alcanzar la paz sostenible y hacer respetar los derechos de las minorías. El llamado lo hace entonces para tratar de entender mejor sus raíces y para actuar en consecuencia.

La estrategia propuesta se sustenta en cuatro principios:

1. Apoyo total a la libertad de opinar y de expresarse. Es decir, ante el discurso de odio, mayor libertad de expresión.

2. Enfrentar el discurso de odio es responsabilidad de todos: mujeres y hombres, gobiernos, sector privado, academia, organizaciones sociales.

3. En la era digital se debe apoyar sobremanera a las generaciones digitales. Se trata de reconocer el problema y contrarrestarlo desde sus plataformas, en su propio terreno.

4. Conocer mejor las causas y el contexto para actuar con mayor coordinación y eficacia.

Una docena de acciones específicas dan contenido al plan de acción. Entre otras: llevar un registro de todos los discursos de odio detectados a nivel local, identificar a los protagonistas, apoyar a las víctimas, convocar a líderes sociales y medios de comunicación que se oponen a ese tipo de discursos, usar tecnologías relevantes para contrarrestar el mal uso del internet, involucrar al sector educativo para informar tempranamente a niñas y niños, desarrollar protocolos de resiliencia, promover alianzas y apoyar a los grupos más vulnerables. Son muchas, pues, las acciones a emprender. Unas parecen más sencillas e inmediatas, otras seguramente tomarán más tiempo. Al final, será la sociedad organizada la única que podrá hacer frente al problema.

Las narrativas alternativas al discurso de odio también requieren una renovación. Los conceptos de tolerancia y pluralismo como virtudes sociales han perdido fuerza. El diálogo intercultural se percibe como algo abstracto. Si el horror que causan este tipo de atentados y la empatía que suscitan las víctimas se queda en emociones pasajeras, de poco sirven. Valen más la información que cala hondo, la educación que permite procesar lo que el odio representa en nuestras vidas, la revisión histórica de por qué estos lenguajes reabren asociaciones pasadas. También urge impulsar acciones pragmáticas: reconocer cabalmente las necesidades de las víctimas (legales y psicosociales) y sancionar a todos los responsables. Se deben rastrear las fuentes de inspiración de los perpetradores. Los crímenes de odio comparten muchas causas de origen en los distintos contextos en los que ocurren. La exclusión social es un precursor frecuente. En las emociones que subyacen al lenguaje del odio hay una connotación de desigualdad: unos valen más que otros, unos merecen más respeto que otros.

Por supuesto que el tema se complica cuando se tiene acceso fácil a las armas de fuego, cada vez más potentes y destructivas. Una buena noticia: según una nota del periódico The New York Times (01/10/19), el Departamento de Seguridad Interna de los Estados Unidos, finalmente ha reconocido que el “nacionalismo blanco y violento” representa una amenaza emergente para ese país. Aceptar que existen formas de terrorismo local derivadas de un discurso de odio inadmisiblemente tolerado, es un paso en la dirección correcta y un avance de la diplomacia mexicana.

Embajador de México ante la ONU

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