Imagine usted, lectora-lector, que EL UNIVERSAL me enviara a Siria para reportear sobre los desaparecidos de ese país. Supongamos que a lo largo de un semestre escribiera reportajes sobre lo acontecido en 24 años del régimen de Bashar al-Ásad, y asumamos que por ello ganara un Premio Nacional de Periodismo, y un año después, publicara un libro con ese material.
Ahora inventemos que tengo una pareja, una mujer empresaria, constructora favorita del gobierno, lo cual me brinda importantes contactos políticos. Mi trabajo, más todas esas influencias, me conducen, varios años más tarde, a la cúspide del más relevante grupo empresarial y periodístico del país.
Ahora vayamos al futuro: pensemos que, 35 años más tarde, un académico afirma que, de acuerdo a una investigación que hizo, plagié todo aquello de Siria. Así, tal cual, le robé a un modesto periodista local. Quién se va a dar cuenta, si yo soy el perro más guapo de todos. Creamos que EL UNIVERSAL y el Comité Organizador del Premio Nacional de Periodismo piden a sus Comités de Ética examinar rigurosamente el caso.
Pero eso no es todo: imagine usted que el diario El País también comprueba que, más adelante, yo plagié reportajes supuestamente hechos por mí en Gaza. Un nuevo robo que abarca un total de 209 de las 456 páginas del volumen que publiqué, donde me pirateo los trabajos de doce periodistas palestinos e israelíes. Si ya lo hice una vez, por qué no habría de hacerlo dos, al fin que soy tan poderoso que hasta un Presidente me respalda.
Pero hay un problema gordo para mí: los Comités de Ética de El Universal y del Premio Nacional de Periodismo han concluido sus investigaciones y están a punto de dar a conocer sus dictámenes, donde, según trasciende, han hallado párrafos “coincidentes y sustanciales” con los del modesto redactor sirio que publicó sus trabajos un año antes que los míos. Vamos a ver: si yo no hubiera plagiado ni un punto de aquellos reportajes y por tanto de aquellos libros, yo no tendría nada que temer, pero… decido echar mano de todos los recursos legaloides que mi pareja y yo disponemos en el Poder Judicial, un verdadero conglomerado de argucias jurídicas y conflictos de interés, todo para impedir que los dictámenes sean dados a conocer, y que por tanto me sancionen de alguna manera.
Y sí, las presiones desde lo más alto del Poder Judicial provocan que, por dos votos contra uno, un Tribunal Colegiado Federal en Materia Administrativa ordene que no se den a conocer los dictámenes y que no me sancionen de ningún modo, por ejemplo, pidiendo que se me retire el Premio Nacional de Periodismo que obtuve por esos trabajos. ¿Cuál fue el argumento central de mis abogangsters? La opinión de un ex director jurídico del Premio Nacional, quien en un memo consideraba que era complicado sancionarme tantos años después. Nunca dijo que yo no hubiera plagiado, sino que era difícil retirarme al galardón.
Para que quede clara esta historia del Juan Pablo ficticio, reitero: el punto no era que me quitaran ese premio, o la columna que había tenido ahí años atrás, sino dar a conocer los dictámenes para que los periodistas y la sociedad en general estuvieran debidamente informados de un asunto de interés público, a fin de que jamás se repita un fraude similar. Al impedir la transparencia, el fallo judicial en esta historia constituye una intromisión flagrante e inadmisible a la autonomía y las normas tanto del diario como del Premio Nacional. Establecer prohibiciones contra el actuar de los órganos de un medio de comunicación y de las universidades autónomas que patrocinan el Premio Nacional, como es el caso de sus Comités de Ética, representa un atentado a la libertad de expresión garantizada en la Constitución, y como consecuencia, implica una inadmisible violación al derecho a saber que tienen la comunidad periodística y la sociedad en general.
Envié esta columna de ficción navideña a una implacable amiga periodista y a un diestrísimo amigo abogado. Nos reunimos a beber café. Ambos preguntaron, mirándome a los ojos, y quién sabe por qué, que si esta columna se trataba de parodiar el caso de la ministra Yasmín Esquivel Mossa, acusada de plagio por su tesis profesional en la UNAM.
“Cómo creen, esta columna es acerca de varios periodistas voladores que a lo largo de los años (y todavía hoy) han inventado e inventaban impunemente crónicas, columnas y libros, los desmienten, y no pasó ni pasa nada: hasta premios, programas y documentales han obtenido a cambio. Una vergüenza para el gremio”.
Aja, me respondieron, y se carcajearon. Canijos mal pensados. Les tuve que contar las historias de cuatro de esos seudo periodistas encumbrados, y claro, les proporcioné evidencias de sus vulgares piraterías y de sus sonadas voladas. Aun así, al final guardaron silencio, se voltearon a ver entre ellos, y se volvieron a reír:
“Naaa, casi te la creemos, pero no”.
Malvados descreídos.
TRASFONDO
La gente del nuevo régimen debería recordar con frecuencia que los mexicanos echamos de Los Pinos a los priistas y a los panistas por los excesos que cometieron varios de los suyos desde el poder.
Y deberían recordarlo con asiduidad por una simple razón: van muy de prisa en sus emulaciones.
Twitter: @jpbecerraacosta