Hace poco más de once años, en junio de 2011, en tiempos de Felipe Calderón, cubrí la Caravana del Consuelo. Así se llamó aquella movilización de víctimas de la violencia que encabezó el poeta Javier Sicilia, luego de que su hijo Juan Francisco -Juanelo, 24 años- fuera asesinado en Cuernavaca junto a otras seis personas, incluida una mujer.
El trayecto de la peregrinación inició en el entonces Distrito Federal, llegó hasta Ciudad Juárez, y concluyó en la frontera texana, en El Paso.
Fue un largo, conmovedor y brutal periplo con 3,000 kilómetros de historias de sangre y dolor, a lo largo de doce entidades que yacían bañadas en lágrimas y estaban petrificadas por el terror que imponían grupos criminales. Escuchamos cientos de dramáticos y espantosos testimonios sobre las barbaridades perpetradas por delincuentes, que además provocaban miles de desplazados a causa de levantones, secuestros, encajuelados, violaciones, desapariciones, ejecuciones, mutilaciones; cuerpos quemados, desintegrados, pozoleados, y todo el despiadado léxico del sicariato mexicano que usted quiera agregar.
Las narraciones nos partían el alma a todos, aunque fotógrafos y reporteros nos conteníamos y procurábamos mantenernos impertérritos, a fin de poder seguir trabajando sin desbaratarnos.
Hasta un tarde, al llegar a Durango.
Javier viajaba de pasajero en una minivan y el coche que yo conducía siempre iba detrás de su vehículo. Luego venían decenas de carros más con periodistas, víctimas y activistas sociales, así como camionetas y autobuses.
Íbamos muy despacio cuando, a la vera de la carretera, en un bellísimo atardecer de azules, rosas y naranjas, ya casi en la entrada de la ciudad, surgió, como en cámara lenta, un pequeño que erguía una gran foto enmarcada de un militar uniformado de gala. Javier ordenó que su chofer se detuviera, abrió la puerta corrediza de su camioneta, se acercó al niño mutilado de su padre (un teniente, si no me falla la memoria), lo escuchó, y rompió en llanto mientras abrazaba al pequeño que, desconsolado, no soltaba la imagen de su papá.
Tres fotógrafos y yo atestiguamos la escena. Ellos no dejaban de apretar los obturadores y yo escribía lo que podía plasmar con palabras dolientes en mi libreta reporteril. Minutos más tarde, en silencio, mi colega Mónica González, una extraordinaria fotoperiodista que en esos días trabajaba conmigo, revisaba sus imágenes mientras yo procuraba hilar frases con mi bolígrafo estremecido, enternecido, desgarrado. Voltee a verla, ella a mí. Nos rompimos. Lloramos, luego otro chingón fotógrafo, Germán Canseco, y después uno más, y una reportera, y un reportero, y todos nos quebramos al fin, 880 kilómetros después de la primera historia de devastación.
Javier y yo nos conocimos ahí, en el camino, rumbo a Ítaca, decía él. Abrazados y llorosos por momentos, varias veces con tonos duros en nuestras discusiones, aprendimos a querernos a pesar de nuestras diferencias, las cuales terminaban zanjadas con dos besos en las mejillas.
Un día, en algún momento, durante unos minutos de descanso en la carretera, nos separamos del numeroso grupo de acompañantes y platicamos. Le recordé lo que había dicho al inicio del movimiento:
-Queremos, con nuestro consuelo mutuo, estar juntos en la soledad del otro, de todos nosotros que somos dolientes; queremos tocar el corazón y la consciencia de la inhumanidad de los criminales y el desdén de los gobernantes.
-¿De verdad crees que le van a tocar el corazón a criminales que ejecutan personas y a políticos que solo desean el poder? -le pregunté.
Sonrió con resignación, guardó silencio, y luego habló con pírrica esperanza.
-Esos cabrones. Ojalá les toque el corazón lo que decimos, nuestro dolor, nuestras historias, nuestra búsqueda de paz y justicia.
Como escribí años más tarde, y lo retomo ahora, ni esa ni otras caravanas, ni los cientos de narraciones que muchos reporteros recogimos entonces y después (hasta ahora) les han tocado el corazón a los criminales. Tampoco desapareció el desdén de los políticos por el sufrimiento de los ciudadanos, más allá de sus mediáticas simulaciones para ocultar sus negligencias, omisiones, ineptitudes e ineficacias.
Nada ha cambiado de fondo. Nada. Nada, ni tres años después, con Enrique Peña Nieto y los gobernadores de entonces, ni ahora, once años más tarde, con Andrés Manuel López Obrador y los gobernadores de hoy.
En aquel 2011, como redacté después en una columna, nueve de cada diez historias descorazonadoras detallaban monstruosidades cometidas por delincuentes. Solo una de cada diez, máximo dos o tres en alguna plaza (en Ciudad Juárez, por ejemplo), se referían a atrocidades ejecutadas por fuerzas del Estado mexicano. Sin embargo, en la misma proporción -en nueve de cada diez casos- las demandas y la furia de la gente no eran canalizadas hacia los “señores de la muerte”, como les llamaba Sicilia a los sicarios y sus jefes, sino contra las autoridades de los tres niveles de gobierno.
En una pernocta se lo reclamé a Javier. Debatimos fuerte. Él entendió. Y valientemente, sin dejar de exigir que los gobiernos cumplieran con sus responsabilidades, arremetió en los mítines de las plazas contra aquellos desalmados:
-No les estamos pidiendo más que un pinche gramo de sentido humano. ¡El pinche gramo de humanidad que les quede, cabrones! ¡Ya basta hijos de la chingada! ¡Ya párenle, hijos de la chingada!
Esos señores de la muerte no se inmutaron entonces ni se conmoverán jamás: siguen igual o peor que hace una década.
Dos meses después de concluida aquella movilización, al anunciar que habría otra caravana, pero hacia el sur, hasta Tecún Umán, en Guatemala, la cual también tuve la fortuna de cubrir, Sicilia siguió siendo el mejor Sicilia, el poeta bienintencionado que creía poder conmover a los canallas, cuando les espetó:
-Nada, nada de lo que puedan desear vale más que una vida. En nombre de ella, y del tremendo dolor que han causado y se han causado, también ustedes pidan perdón a la nación. A su nación, a ustedes mismos y a las víctimas a las que tanto daño han hecho. ¡Dejen de matar, dejen de degollar, dejen de destruir la vida! Con sus actos, están desangrando a su propio país, a su tierra, y destruyendo la vida de los suyos. Las muertes que llevan a cuestas son las losas de sus propias tumbas. Cada vida que respeten, señores de la muerte, será entonces un latido en sus corazones.
Quise mucho a ese Javier Sicilia, por su valentía, por su inaudita fortaleza en medio de tanto dolor que tenía, y por ayudarnos a todos a visibilizar la desgracia, el infierno mexicano. Lo sigo queriendo hoy, porque poesía y periodismo nos unimos en aquel entonces para tratar de sacudir consciencias y detener tanta maldad.
No lo conseguimos. Él tendrá que vencer el desánimo y la fatiga emocional para seguir intentando apiadar a los inmisericordes, y los periodistas deberemos hacer lo propio para continuar viviendo en este durísimo gerundio que nos ha tocado palpar en las últimas dos décadas, donde tenemos que existir narrando indecibles historias de horror, a fin de que las víctimas nunca sean borradas, opacadas y olvidadas por las notas, crónicas, reportajes, artículos y documentales sobre los miserables que las asesinaron y las historias de sus cárteles y pandillas.
Por eso, por toda esa crueldad criminal que nos correo desde inicios de siglo, y que hoy se ha agudizado, por ejemplo en los feminicidios y todas las violencias contra las mujeres, plantee la pregunta: ¿usted ya le retiró el apoyo social a esa gentuza?
En su calle, en su colonia, en su barrio, en su municipio, en su ciudad, donde quiera que la gente se beneficie del dinero de sangre de los canallas, ¿ustedes y sus vecinos ya decidieron dejar de ser base social de los criminales, optaron por aislarlos, y procedieron a denunciarlos, al menos anónimamente?
BAJO FONDO
Y lo pregunto, porque estamos normalizando la infamia y estamos perdiendo al país.
¿Cómo podemos seguir soportando historias no solo del crimen organizado sino de machismo cotidiano, como la de Luz Raquel Padilla? Asumo que usted ya sabrá que ella, de 35 años, vivía en Jalisco. Que era madre de un pequeño de 11 años con diagnóstico de autismo y que justamente hace una semana, la noche del sábado 16 de julio, fue quemada viva a unas cuadras de su domicilio, cuando cinco personas le lanzaron un líquido inflamable. Días después, el martes pasado, con quemaduras en el 90% de su cuerpo y rostro, falleció.
¿Por qué la quemaron? Lea bien: por los ruidos que hacía su hijito cuando tenía crisis de salud. Sí, Luz Raquel fue amenazada de muerte una y otra vez por eso. “Te voy a quemar viva”, “Te vas a morir machorra”, pintarrajearon muros afuera de su hogar.
¿Quiénes la amenazaban? Aparentemente un vecino y sus cómplices.
¿Alguna autoridad actuó gracias a las denuncias que Luz Raquel hizo desde mayo?
Sí y no. Sí, porque, según autoridades del Ayuntamiento de Zapopan, le habían dado protección, pero informaron que el día de la agresión… ¡las medidas de protección solicitadas por el Ministerio Público habían expirado, ya que tenían “una temporalidad de 60 días (del 9 de mayo al 9 de julio)”!
Háganme ustedes el favor, como si los instintos feminicidas tuvieran fecha de caducidad.
Esta gente insensible nos gobierna.
Y no, las autoridades al final no hicieron nada porque, justamente por sus negligencias, no impidieron la barbarie que pudo haberse evitado y a Luz Raquel la mataron en un espantoso crimen de odio. Un crimen de odio y un feminicidio. Reitero, no lo olvide usted: la quemaron viva y no en la sierra ni en un lugar recóndito sino en Zapopan, en la zona conturbada de Guadalajara, en un parque.
Los que apoyaban y amigaban con el tal Sergio Ismael “N”, el hombre denunciado por Luz Raquel y presunto autor intelectual del crimen (ya detenido), ¿sabían de sus amenazas y siguieron siendo sus cuates? ¿Y sus amigas? ¿Y su familia, como si nada? ¿Y ya dejaron de apoyarlo ahora, o tampoco? ¿Alguien va a delatar a quienes agredieron a Luz Raquel el día que la quemaron viva, o nadie vio nada?
Por eso la pregunta que titula esta columna.
AL FONDO
Días después de que asesinaron a Juanelo y a las otras seis personas, se instaló una ofrenda en su recuerdo, en su honor, en la Plaza de las Armas de Cuernavaca. Ahí, Javier Sicilia anunció su retiro de la poesía. Narró que, durante el vuelo de Filipinas (donde se encontraba en el momento de la tragedia) hacia México, escribió un poema dedicado a su hijo. El texto con el que se despedía de la poesía, lo leyó así:
-El mundo ya no es digno de la palabra, es mi último poema, no puedo escribir más poesía. La poesía ya no existe en mí.
“El mundo ya no es mundo de la palabra. / Nos la ahogaron adentro / como te asfixiaron / como te desgarraron a ti los pulmones / y el dolor no se me aparta. / Sólo tengo al mundo. / Por el silencio de los justos / sólo por tu silencio y por mi silencio, Juanelo…”
México, 2011. México, 2022.
Twitter: @jpbecerraacosta