Este viernes entré a la vecindad de República de Cuba 86, en el Centro Histórico de Ciudad de México. Aquí, en uno de los cuartos que hay en la azotea, es donde presumiblemente torturaron, asesinaron y descuartizaron a Héctor, de 14 años, y a Alan, de 12 años, niños de origen mazahua que vivían a una cuadras del lugar (https://bit.ly/352fYT4).
Bienvenidos a este avejentado palacio del narco terror. Un mudo memorial de la cultura machista mexicana. Da miedo estar aquí. El corazón late a toda velocidad y la adrenalina inunda los sentidos. Silencio. Solo se escuchan mis pisadas. Nadie se asoma en la planta baja ni en el primer piso. Subo al segundo, veo a dos mujeres maduras, “Buena tarde”, digo, “buena tarde”, me contestan sorprendidas, y me sigo hacia la azotea. Me detengo al llegar: un perro, echado en el piso, me observa desde el otro lado del pasillo. Empieza a gruñir, ligeramente, como un ronroneo de advertencia. Es uno de esos perros de pelea color miel, un pitbull. Otro perro ladra. No lo veo, está detrás de la puerta de uno de los cuartos de azotea, de una de las mazmorras. Camino lentamente hacia atrás, bajo al segundo piso, y me aproximo a las mujeres.
Con tapabocas, sus miradas son de miedo.
—¿Vive gente allá arriba o nada más vienen y se van? —les pregunto luego de decirles que soy periodista.
—Pues vivía gente allá arriba, pero con esto… —responde una de las mujeres.
—¿No les da miedo?
—Sí da miedo, pero qué hacemos. ¿A dónde nos vamos?
—¿Ustedes conocían a los niños, los habían visto?
—No. Todos los que vivimos aquí nos dedicamos a trabajar. A lo nuestro nada más.
—¿No oyeron nada cuando los mataron? ¿Gritos? —señalo hacia la azotea, que está a menos de dos metros hacia arriba.
—No. No. Ni cómo meterse. Nosotros nada más nos seguimos, nada más salimos a trabajar y a atender la casa, y ya… -dice la primera mujer.
—¿Con ustedes no se meten, no las amenazan?
Silencio.
—¿No veo nada, no oigo nada?
—No nos queda de otra. Tenemos hijos que cuidar, entonces les enseñamos a que “ustedes a lo suyo”. Entran a lo que entran y salen a lo que salen y ya. Meterse con ese tipo de gente… —deja la frase inconclusa.
Platicamos menos de seis minutos. La temeridad no da para más. Ellas se quedan ahí, a merced de la azotea. Al salir se siente frío. Se siente miedo. Miedo a estar en territorio criminal. Sí, en la orgullosa y moderna Ciudad de México hay zonas proscritas, a tan sólo siete minutos a pie de Palacio Nacional y del Antiguo Palacio del Ayuntamiento.
¿Por qué? Qué monstruosas porciones de sociedad hemos engendrado desde hace ya tantos años. ¿O no?
jp.becerra.acosta.m@gmail.com