La última vez que platiqué con el Presidente de la República fue cuando él todavía no tenía semejante investidura. Era candidato presidencial por tercera ocasión y ocurrió el 21 de marzo 2018, tres meses y medio antes de que ganara los comicios. Desayunamos con él algunos colegas y funcionarios de la empresa para la cual trabajaba en aquel entonces, Grupo Milenio, donde yo era Subdirector. Hubo algo de charla beisbolera, elogios muy generosos sobre mi padre, Manuel, y acerca de aquel unomásuno que fundó y dirigió al final de los años setenta y hasta finales de los ochenta. Risitas. Ojos entrecerrados, medía a los comensales. Imponía. Y se imponía. Muchas tablas. Mucho colmillo. Ya estaba muy corrido, una 4x4. Torero. Control absoluto de los tiempos y el escenario. Puyas. Carcajadas. Evasiones. Otros datos. López Obrador siendo Andrés Manuel, Andrés Manuel siendo López Obrador.

Más tarde, ahí mismo, en un foro adecuado para tal fin, Azucena Uresti, Carlos Marín, Jesús Silva Herzog-Márquez, Carlos Puig, Héctor Aguilar Camín y yo le hicimos una entrevista colectiva -la primera de ese tipo en dicho proceso electoral-, la cual se transmitió por Milenio Televisión. El ejercicio político-periodístico fue un fenómeno: nada más en Facebook, tuvo 1.8 millones de reproducciones. Los otros dos candidatos que pasaron por esa licuadora de preguntas durísimas, Ricardo Anaya y José Antonio Meade, acabaron vapuleados. Andrés Manuel se fue como si nada, sacudiendo el polvo de los hombros, encaminado y catapultado hacia una sonora victoria. Un adelanto de su sexenio: hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera, seis o siete de cada diez mexicanos lo aprobarían y quienes sintieron que lo habíamos acosado con cuestionamientos severos nos dijeron de todo en las redes sociales, algunos con frases muy violentas y amenazantes (lo mismo ocurrió con los fans de Anaya y Meade, por cierto).

Aquel día Andrés Manuel sintió que salía en hombros, pero también se exhibió. Ahí, al aire, en una esgrima de más de hora y media, el candidato López Obrador dijo que no estaba obcecado con ser Presidente de la República “para terminar siendo un presidente mediocre”. Eso dijo. Y ahí nos dio una muestra clarísima de todo lo contrario, de que sí estaba muy obsesionado con el poder absoluto: “No quiero pasar a la historia como Santa Anna, como Porfirio Díaz; no quiero ser como Salinas, no quiero pasar a la historia como Calderón, no quiero pasar a la historia como Peña Nieto; quiero pasar a la historia como Juárez, como el apóstol de la democracia, Francisco I. Madero, y como el general Lázaro Cárdenas del Río. Y no es ego”.

No es ego. Ah, caray. Si usted me viene con que mete a la política, lectora-lector, y me sorraja que quiere ser Juárez, Madero y Lázaro Cárdenas, mínimo le voy preguntar cómo anda usted del ego, y le voy a recordar que el médico le ordenó tomarse sus medicamentos todas las mañanas, pero sin falta. ¿Quién demonios pretende de sí mismo convertirse en Juárez, Madero o Lázaro Cárdenas? En ese momento pensé, y luego lo escribí, que si AMLO poseía las ínfulas para creerse que tenía los tamaños de tales personajes, entonces, para cumplir su hazaña, en realidad quería y necesitaría todo el poder… y los mexicanos no se lo dieron.

Quizá por eso muchas veces se mostró iracundo. No pudo tener todo el poder que ansiaba, hasta que Claudia Sheinbaum lo consiguió en las urnas y él lo usufructuó indebidamente en el Congreso de la Unión durante estos meses postelectorales. Hizo muy mal. Me pareció, políticamente, una grosería, una falta de respeto a la Presidenta Electa, a quien acorraló como un depredador que lanza tarascadas en su lecho de muerte. Una foxiada, una calderonada. Juraba que no quería terminar siendo Fox, y sí fue, en muchos sentidos, frívolo, arrebatado, mentiroso y macho como el inefable personaje de las botas. No son adjetivos, es descripción de hechos documentados en sus mañaneras.

Y en muchos sentidos, al final el Presidente fue peor: eso de dejar a su hijo Andrés Manuel López Beltrán como Secretario de Organización de su partido, que en realidad es su movimiento político, en un arrebato de postrero nepotismo, fue de pésimo gusto. Fue de lo más macho y priista posrevolucionario que he visto en mucho tiempo. “Ahí te lo dejo, para que te vigile, Presidenta, él si va a cuidar mi legado, jejeje”. Con un poco de sobriedad, Andrés Manuel padre bien pudo haber contenido a su hijo al menos seis años más en la sombra y evitar con ello el despropósito de ungirlo desde ya como el nuevo César en una arena donde los gladiadores se dejarán derrotar uno tras otro para complacer al heredero. ¿Quién va a ser el guapo o la guapa en Morena que se le va a poner enfrente a Andrés Manuel hijo si le apetece ir por Palacio Nacional en 2030? ¿Marcelo? ¿Noroña? ¿Luisa María Alcalde? ¿Alguna gobernadora?

En fin, gracias a Andrés Manuel por (prácticamente) haber exterminado al PRI y aislar a sus personeros. Bueno, a todos menos a Manuel Bartlett, la peor de sus incoherencias (y mire usted que el Presidente tuvo muchas), el hombre del fraude electoral en 1988 contra un compañero (Cuauhtémoc Cárdenas), contra su propio movimiento. Pero vuelvo: gracias por acabar con el PRI. No es sarcasmo. Nada más por eso valió la pena mi voto en 2018. De verdad, muchas gracias, fueron décadas de agravios, de insolencias, de represiones, de exilios, de cárceles, de desfalcos, de despojos, de asesinatos, de desapariciones, de corrupción sin recato de los priistas, y AMLO acabó con lo que quedaba de ellos, aunque algunos todavía siguen en negación y no se enteran: del partidazo de Estado quedan sólo unas cuantas curules.

Gracias, también, por atender a los pobres, a muchos de los más desposeídos, luego de tanto olvido priista que generó siete décadas de contrastes sociales y marginación.

Y gracias por…

Perdón, pero ya no encuentro nada más relevante qué agradecerle.

Ande, vaya en paz, Andrés Manuel, su misa ha terminado, pero no hace falta que regrese, permanezca por allá lejos, sirviendo al Creador (así le dice) en su vida monacal.
   Adiós. O como dicen las chavas y los chavos de hoy: sale bye.

TRASFONDO

El nuevo régimen que ha creado AMLO no es una reinvención del sistema priista, hay que analizarlo muy a fondo y minuciosamente para poder entenderlo, sin los simplismos y malos diagnósticos que han caracterizado durante seis años a la oposición, pero cómo se le parece al régimen del PRI, y eso da miedo porque hace temer una regresión realmente autoritaria con consecuencias impredecibles.

Twitter: @jpbecerraacosta

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