Los más jóvenes adultos de nuestro país seguramente no saben que un presidente mexicano ya puso en riesgo una elección presidencial. Y quizás esos chavales no estén al tanto porque han pasado dieciocho años desde que Vicente Fox provocó que se cuestionara la aceptabilidad de los comicios del 2006. Desgraciadamente para México, él era el presidente de la república y se entrometió en el proceso electoral de manera tan insolente y abusiva que el Tribunal Electoral por poco anula las elecciones: los magistrados determinaron que la injerencia del panista constituyó el elemento más perturbador durante la campaña, al grado de que afectó la equidad y por tanto la validez de la contienda.
Sin embargo, en una inaudita jerigonza jurídica, el Tribunal reconoció que Fox sí había incidido en la elección, y que con ello había amenazado su legalidad, pero resolvió que no podía cuantificar qué tan determinante había sido dicha intromisión, y por tanto decidió… que había influido poquito.
Ya lo he escrito por ahí: si el candidato Andrés Manuel del 2006, que tanto padeció al Fox de aquel año, hubiera podido viajar al futuro, a este 2024 de nuestros días, y viera la injerencia del presidente López Obrador en los comicios presidenciales de este año, seguramente no se reconocería, no podría comprender qué le sucedió a aquel opositor que exigía un día sí y otro también que el presidente Fox cesara su entrometimiento electoral. En un momento de lucidez, quizá ese Andrés Manuel del 2006 sería capaz de presentarse en una mañanera y espetarle al López Obrador de hoy, al presidente de marzo-abril del 2024, lo que se está mereciendo:
—¡Cállate chachalaca!
Tal vez soy demasiado naíf y supuse erróneamente que el actual AMLO, al final de su presidencia, sería un mandatario con un comportamiento políticamente pulcro, apegado a un espíritu demócrata, republicano. Y lo asumí por dos razones. La primera, porque desde hace un tercio de semanas algunos de sus cercanos me aseguraron que como Claudia Sheinbaum lleva tal ventaja a Xóchitl Gálvez en todas las encuestas serias, el Presidente no tenía ninguna necesidad de involucrarse en la elección del 2 de junio próximo. Me juraron que no se metería en la campaña, ni directamente ni con alusiones y triquiñuelas como las utilizadas por Fox en 2006,.
—¿Y si no existiera tal ventaja, o si disminuyera inquietantemente la distancia entre ambas candidatas, entonces sí se entrometería? -plantee.
—No, no, no, cómo crees, en absoluto -me respondió uno de los suyos-. Andrés Manuel no es Fox.
“Andrés Manuel no es Fox”.
Andrés Manuel quizá no era Fox, pero evidentemente devino Fox. La segunda razón por la cual pensé que el Presidente podría abstenerse de perjudicar el proceso electoral también fue, ahora lo veo, una ingenuidad de mi parte: pensé que le gustaría pasar con mayúsculas a la Historia. Lo vi ecuánime y vistiéndose con ropajes de demócrata. Podría tener un último gesto elocuente en su mandato, con tal de silenciar a sus adversarios.
Pero no. ¿Qué le sucedió al presidente actual? El poder, eso le pasó. El exceso de poder. ¿A qué viene ahora eso de que la oposición y grupos conservadores quieren dar un golpe de Estado a través de mecanismos jurídico-electorales? Nadie le diría nada, ninguna autoridad electoral, si no se estuviera entrometiendo, si no le estuviera dando argumentos a los opositores para que exijan la eventual anulación de los comicios debido a sus reiteradas violaciones a los ordenamientos electorales.
Hace apenas unas horas el Presidente dijo que si se anularan los comicios “sería como soltar un tigre, o muchos tigres”. Pues sí, pero hasta ahora, es por su culpa.
Sin pretender erigirme como terapeuta, yo sí le rogaría a Claudia Sheinbaum que, en su propio beneficio, y en calidad de urgente, se invistiera ya en domadora y que serene a su tigre con múltiple personalidad, antes de que éste la afecte de manera irreversible, y provoque al país un daño de incalculables consecuencias. Digo, con todo respeto.