Si usted pone en su navegador las palabras “taxi”, “cadáver”, “Acapulco”, de inmediato tendrá acceso a una vasta galería del horror donde se exhibe la violencia cotidiana que azota a quienes viven en el puerto, o en los alrededores de la hermosa Bahía de Santa Lucía. En tan solo medio segundo (0.39 segundos), usted obtendrá 268 mil resultados sobre el tema, un gigantesco obituario guerrerense que recorre dos décadas de furia criminal.

“Abandonan taxi con cadáver en Bellavista”.

“Abandonan taxi con cadáver encajuelado en Acapulco”.

“Localizan en Acapulco un taxi con un cadáver”.

“Encuentran el cadáver de un hombre dentro de la cajuela de un taxi en Acapulco”.

“Dejan cadáver cercenado dentro de un taxi abandonado en Acapulco”.

“Localizan cadáver en el interior de un taxi colectivo”.

“Dejan cadáver destrozado y embolsado dentro de un taxi en Acapulco”.

Así, hasta el infinito de los clics, el macabro recuento noticioso.

Recordemos: al inicio de este siglo los narcos acapulqueños, o los capos asentados en Acapulco provenientes del norte mexicano, decidieron suicidarse empresarialmente, acabar con su propio mercado, el cual era muy boyante, debido a que estaba compuesto por miles de turistas extranjeros, la mayoría muy jóvenes, y otros tantos miles de visitantes chilangos, que se gastaban toneladas de dinero en todo tipo de drogas para consumir durante las noches de reventón. ¿Cómo se suicidaron? En lugar de llegar a acuerdos para compartir el mercado, las zonas de venta, los antros, los bares, emprendieron una salvaje guerra con cabezas tiradas en las calles, cuerpos mutilados, desaparecidos, ejecutados, toda su narrativa de exterminio mutuo, lo cual ahuyentó para siempre el turismo procedente de la costa oeste de Estados Unidos, principalmente de California: los spring breakers nunca regresaron con aquellos tumultos que invadían Acapulco. Y los chilangos, ellos dejaron de ir a los antros, se encerraron en fiestas de departamentos y casas, y todo el sector turístico se desangró.

La decadencia del puerto inició y desgraciadamente desde entonces el descenso vertiginoso hacia la catástrofe económica no se ha detenido, porque los brillantes narcos decidieron cambiar de giro... a la extorsión. Todos pagan piso, hasta el que vende gelatinas en las playas, y dígame usted qué economía personal, comercial o empresarial sobrevive eso.

Veinte años después de que iniciara el infierno guerrerense, ¿qué ha sucedido en la sociedad mexicana? Lo que ha pasado es que ha normalizado la violencia: ya no le conmueven las noticias de descabezados, de encajuelados, de cuerpos disueltos en ácido, de personas ejecutadas y quemadas, de gente desaparecida, de personas enterradas en fosas clandestinas, de negocios incendiados por extorsionadores, de taxis ardiendo a manos de otros extorsionadores, de mujeres violentadas y traficadas por todos lados.

Pero el problema ya no es solo esa pavorosa pérdida de la capacidad de asombro ante la desgracia social, sino la interiorización de esa violencia. ¿Qué significa eso? Se lo ilustro. Hace unas horas cuatro taxistas circulaban en Acapulco con muñecos muy reales que simulaban cuerpos desmembrados y ensangrentados por sicarios en sus cofres y cajuelas. No es broma, no son fake news. Ahí iban los taxistas, como si fuera un carnaval, exhibiendo con naturalidad los espeluznantes trabajos de sus probables patrones. Es la trivialización de la santa muerte que vivimos desde hace cuatro sexenios. El chistorete macho sobre la infamia, la risita envalentonada y amenazante por la desgracia de miles de familias que han perdido a sus seres queridos a punta de balazos, machetazos y motosierras.

Sí, muchos mexicanos festejan hoy la estulticia, la indiferencia, la falta de empatía, la carencia de piedad, la esencia inmisericorde de nuestros jóvenes reclutados por el crimen organizado.

¿Será cosa de los guerrerenses? No, en Veracruz hicieron lo mismo en un bar y… ¡en un centro infantil! En un centro infantil colgaron cuerpos falsos, por Dios. Eso abrevan los niños, además de destrezas para tirarse pecho tierra en medio de una balacera. En Sinaloa, cómo no, lo hicieron en casas. Aquí, en la mismísima Ciudad de México, ¿cuál cree usted que es el adorno favorito de cientos y cientos de personas en estos días de muertos? “¡Qué le vendemos-qué va a llevar! ¡Los ojos-los-dedos-las-manos-los-pies!”, ofrecen figuras de descuartizados en el Mercado de Sonora. Sí, de tamaño real, los cuerpos mutilados de juguete, las cabezas degolladas, los colgados sangrantes, los miembros en cubetas, los dedos macheteados, esa prolífica industria criminal de la muerte que ahora usted puede llevar a su hogar para tener una bonita fiesta narco style, eso, si acaso encuentra la mercancía, porque, ¿qué cree? Todos esos vestigios del terrorismo narco… se agotaron.

“Para que la gente abra los ojos, para que vea que ya es una realidad aceptar lo del narco, que ya es un estilo de vida para muchos”, explica un comerciante. Así, sin énfasis alguno en su voz, como quien habla de un costal de papas.

¿No es ofensivo todo esto para decenas de miles que perdieron a sus seres queridos y otras decenas de miles que buscan a sus desaparecidos?

México se ha deshumanizado. Cuando vi la pieza de televisión de todo esto en el noticiero En punto de Denise Maerker, quedé atónito (https://bit.ly/3fiRYms), a pesar de que he visto barbaridad y media en tantos años de cubrir asuntos del crimen organizado: todas esas piezas de las mazmorras narcas, como le decía, se agotaron, más que cualquier disfraz de Halloween, más que cualquier máscara, más que cualquier calaverita. Torsos desmembrados, manos cortadas, todo el baño de sangre que usted quiera festinar con falsos cuerpos para engalanar su hogar, todo eso ya estaba agotado en varios locales.

Qué doloroso. El narco style nos absorbió. Ni cuenta nos dimos. O acaso sí nos percatábamos y estábamos en negación, en un ensayo de la ceguera.

¿Ahora qué hacemos? ¿Cómo recuperamos a la sociedad?

Requerimos, urgente, un ensayo colectivo de la lucidez para encontrarle nombre a esto que vivimos, a esta enajenación comunitaria del AK-47, que de pronto nos deja sin palabras. Al menos a mí.

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