Hace algunas vidas, por ahí de mediados de los ochenta, en el invierno de 1986, casi 36 años atrás, Chihuahua ya era un lugar de muchísima siembra y trasiego de drogas, fundamentalmente de mariguana y amapola. Una parte de la mota se quedaba en México y otra gran porción se enviaba a Estados Unidos, ya que los gringos todavía no se abastecían del todo ellos mismos, como sucede ahora, cuando tienen un buen grado de autosuficiencia y cuentan con una y mil variantes de la hierba, las cuales son consideradas muy superiores a las mariguanas tradicionales de México.
El producto de la amapola se dedicaba casi íntegramente a la exportación.
Eran los tiempos del capo Rafael Caro Quintero y su rancho El Búfalo, en el municipio chihuahuense de Allende, con sus inauditas 500 hectáreas de mariguana sembrada. Para que tenga usted una idea de la dimensión de aquello, era el equivalente a más de dos veces el territorio de Mónaco, que tiene 202 hectáreas. Toda esa inmensidad fue destruida en un operativo militar realizado a partir del 6 de noviembre de 1984.
Los más jóvenes quizá se habrán enterado del asunto hace poco, con la serie Narcos de Netflix, pero en aquella época los criminales ya contaban con complicidades suficientes dentro del corrupto régimen priista que les permitían poseer semejantes propiedades, y tenían los arrestos necesarios para cometer todo tipo de barbaridades, como fue el caso del levantón, tortura y ejecución del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena, a quien Caro Quintero encontró culpable de aquella “Operación Búfalo” que tanto melló sus inversiones y ganancias (hasta diez mil toneladas, según algunas fuentes militares).
Piense: el “Kiki” y los soldados mexicanos le hicieron perder a Caro Quintero el equivalente, a precio de mercado mexicano actual ($500 pesos por kilo de mota), de hasta 5 mil millones de pesos, unos 250 millones de dólares por aquellas diez mil toneladas. Pero podía ser mucho más: hoy, como sucedía en aquel entonces, el valor de ese volumen de droga se dispara cuando es llevado al mercado estadounidense ($14 mil pesos por kilo de mariguana), hasta llegar a la barbaridad de $140 mil millones de pesos, siete mil millones de dólares.
De ese tamaño era el poder económico de un gran capo en aquel tiempo, y ese volumen de mercado es lo que los narcos pelean hoy, se pelearán mañana, y se seguirán disputando siempre en México, mientras las drogas sean ilícitas aquí y en buena parte de Estados Unidos. Ese pasado de impunidad es el origen del infierno de hoy: la corrupción de antaño que permitió el crecimiento exponencial de la industria de la droga, lo que naturalmente tarde o temprano se saldría de control por las codicias machistas de los narcotraficantes, tal como sucedió y sigue pasando en distintas entidades de la república.
Pero, por favor deténgase un momento más para volver a dimensionar aquel génesis de terror: imagine que hoy El Mencho, el líder del Cártel Jalisco Nueva Generación, tuviera un rancho de 500 hectáreas con esas 10 mil toneladas de mota o de amapola, y que secuestrara, torturara y ejecutara a un agente de la DEA, acusándolo de haber provocado un operativo militar para asegurar su propiedad e incautar su droga. ¿Cuántos cómplices tendría que tener un delincuente así entre militares, autoridades estatales y funcionarios federales para que eso sucediera? Imagine semejante escándalo hoy. ¿Qué pasaría? Sí, ardería todo.
Así que desde ese entonces (sexenio de Miguel de la Madrid) los capos eran unos insolentes, pero a pesar de sus impunidades tenían algunos muros de contención. Límites. Los jefes de los cárteles controlaban cada movimiento de las guerras narcas, disciplinaban a sus secuaces, y rara vez los sicarios enloquecían al punto de perpetrar atrocidades que tuvieran daños colaterales, es decir, que de alguna manera afectaran a la población civil, como ha ocurrido en los últimos tres sexenios a lo largo de varios estados del país.
Probablemente lo peor que sucedió, por escandaloso e inédito a la sazón, fue el ataque a la discoteca Christine en Puerta Vallarta, ocurrido en noviembre de 1992, cuando, según autoridades de Jalisco, El Chapo Guzmán y El Güero Palma atacaron a los hermanos Arellano Félix en ese lugar, que era un antro muy frecuentado por gente reventada con mucho dinero, digamos que como el antiguo Baby’O de Acapulco, lo que causó seis muertos y una severa conmoción en parte de la sociedad, fundamentalmente de la clase media para arriba. Otras fuentes afirman que ni Guzmán ni Palma estaban ahí, sino que enviaron a un comando, pero eso ya es anecdótico.
Con excepciones, había una convivencia pacífica junto a la ciudadanía, algo que hoy no existe en muchos municipios, porque los ciudadanos pueden ser víctimas de extorsiones y secuestros en cualquier punto del país. En aquellos tiempos, por ejemplo en Chihuahua, la gente común estaba a bastante a salvo de las escaramuzas y codicias narcas. No había problemas masivos de levantones y cobros de piso.
En invierno uno podía tomar el tren Chihuahua-Pacífico, El Chepe, bajar en cualquier población (en algunos enclaves nevados, si había suerte), coger un pequeño autobús que circulaba cada tercer día por desfiladeros y abismos desde la Sierra Tarahumara hasta Batopilas, al fondo del bellísimo Cañón del Cobre, lugar con temperaturas templadas y cálidas donde uno dejaba las chamarras invernales usadas horas antes y dormía al lado del río en un cuartito con quinqués que le rentaba una familia. A la mañana, uno desayunaba en una mesita de madera en la casa de otra familia, que se dedicaba a preparar deliciosos alimentos para los excursionistas.
No había miedo a nada, más allá de las bestias que con suerte uno podía divisar a lo lejos: jaguares (pumas, les decían), osos, cascabeles y venados.
Para que me entienda: uno podía ir con su novia y desnudarse a la vera del río para jugar al amor, sin miedo a ser levantado y desaparecido por un pelotón de sicarios violadores.
¿Usted se atreve a hacerlo ahora?
En tres décadas perdimos esa paz del encantador rio helado junto a Batopilas. Ahora, ande usted por esos caminos, y si el infortunio así lo dispone, ni Dios lo protege, como quedó claro con el reciente asesinato de los dos sacerdotes jesuitas: lo de hoy es la ley narco en territorio comanche, propiedad de gente como El Chueco, que en sus delirios de poder mató a unos curas porque sí, porque se le dio la gana, sin que nadie hiciera nada, porque él y sus jefes y sus secuaces son los dueños de la región, al menos desde 2018, cuando los gobernantes panistas chihuahuenses prometieron capturarlo.
Así que en menos de 40 años vastos territorios del país se han convertido en zonas de silencio y horror que yacen bajo el yugo de narcos, extorsionadores, secuestradores y asaltantes que ríen de su impunidad, y ahí de los colegas periodistas locales que denuncien las atrocidades, porque usted ya sabe, acaban ejecutados con el sello de la casa.
¿Qué hacemos para recuperar a tantos miles de plebes que hoy delinquen y matan porque la monarquía narca los ha absorbido sin que el Estado y la sociedad civil hicieran y hagan algo para impedirlo?
¿Usted sabe?
Twitter: @jpbecerraacosta