Esteban tiene 22 años y trabaja en un hotel de Acapulco. No es lo suyo chambear aseando cuartos y tendiendo camas, como lo hacen dignamente sus compañeras camaristas, porque desde hace un par de años él siente que tiene una vocación que sólo se cristalizará si primero trabaja algunos años de mesero en un restaurante. Aspira a ser barman, pero no cualquier bartender: él quiere ser “como de película”, en un antro de moda europeo, quizá en Ibiza, donde acudan todo tipo de celebridades. Es decir, que el jovencito, moreno, delgado, estatura media, guapo, de ojos negrísimos, nariz afiliada, sonrisa blanquísima, está aprendiendo a hacer mezclas de licores y malabares con vasos cocteleros. En realidad estaba aprendiendo pero se detuvo, ya que la devastación que dejó el huracán Otis, justo hace dos meses, lo obligó a emplearse limpiando habitaciones. No protesta. Bueno sí, pero poquito. Sabe que es afortunado porque casi nadie tiene trabajo en estos días: apenas están en servicio un puñado de hoteles en todo el puerto y ninguno labora a su máxima capacidad, así que por ahora Esteban toma la escoba, el trapeador, sus líquidos limpiadores, y no se queja demasiado, mejor cuenta lo que más le ha impactado en estos tiempos huracanados.

“Los árboles, todas las plantas estaban como quemadas, se veían cafés, oscuras. Ahora ya se ven diferentes”.

Tiene razón, por todos lados ha empezado a regresar el verdor que tanto coloreaba la Bahía de Santa Lucía y que en una sola madrugada de vientos enloquecidos desapareció. Las palmeras sobrevivientes todavía no se bambolean borrachas de sol, pero sus pequeños retoños de ramas y hojas verduzcas han empezado a mecerse suavemente con el viento decembrino. Las buganvilias, que trepaban por todos lados con sus vistosos colores, ellas no han resurgido. Se les echa de menos.

Irving es administrador de condominios y coincide con Esteban, pero tiene su propia metáfora:

“Es como si hubiera caído un meteorito”. Un meteorito que hubiera quemado toda la flora en la bahía del puerto acapulqueño. Sí. Y otro más que hubiera impactado en la bahía de Puerto Marqués, donde arrasó no sólo con la vegetación sino con hoteles, palapas y edificios. Por ejemplo, los de Brisas del Marqués, en la punta del cerro que divide ambos puertos y que tiene una vista estupenda a sus pies: el paisaje se pasea por Puerto Marqués, pasa por Punta Diamante, y se extiende hasta playa Revolcadero. Visito cuatro departamentos, cuyos propietarios son gente de clase media y media alta. Para edificar o comprar sus departamentos de dos y tres habitaciones con esas vistas privilegiadas hacia el mar, estas personas utilizaron sus ahorros de toda la vida, producto del esfuerzo de largos estudios y prolongados trabajos. Y ahora, ahora lo han perdido todo.

“Solo un departamento tenía seguro, pero no contra huracanes”, cuenta Irving. Lo mismo sucede en decenas de edificios a lo largo de todo Punta Diamante y Revolcadero. ¿Cómo van a recuperar sus propiedades estas personas? Ni idea. Nadie les ayuda, no los gobiernos, no los bancos, y lo que esas miles de familias derramaban económicamente entre la población acapulqueña, ese dinero se acabó por ahora.

Tantos amaneceres silenciosos que se veían desde aquí, desde las salas y las habitaciones. Tantas charlas durante los atardeceres, cuando las puestas del sol se apreciaban desde el otro lado del inmueble, desde los comedores repletos de carcajadas. Tantos y tantos recuerdos de cariño, amistades y amor que ahora son ecos fantasmales silenciados por la brisa que mece cables partidos que chirrían al mismo ritmo que las puertas desbocadas. No se oye nada de vida, sólo el ruido tenebroso de paredes que crujen y pisadas reporteriles que aplastan vidrios y fierros retorcidos.

En Brisas Marqués los techos de los departamentos del edificio Balandro están desprendidos. Las paredes, las puertas, todo voló en cachitos. Golpeados por rachas huracanadas, los vidrios de las ventanas estallaron y se convirtieron en peligrosos proyectiles que literalmente perforaron la puerta de uno de los hogares. Varias camas volaron y fueron a dar a la avenida del fraccionamiento y a una barranca aledaña, lo mismo que refrigeradores, estufas, hornos, sillones, instalaciones eléctricas, mobiliario de baños. Todo: cuadros, televisiones, vajillas, ropa, nada sobrevivió. Es como si los vientos del huracán se hubieran metido a cada departamento y ahí se hubieran convertido en pequeños tornados que lanzaban todo de lado a lado despedazando lo que encontraban a su paso.

Dos meses después, nada ha cambiado: la devastación sigue igual y esto empieza a parecer una zona abandonada y apocalíptica de una película hollywoodiense.

Recorro toda la bahía de Acapulco, desde la Base Naval Icacos hasta Caletilla. Muy pocos restaurantes abiertos de día, escasos negocios operando. El mar luce transparente, cristalino, calmado. La naturaleza agradece la ausencia humana y se regenera: sólo veo un par de motos acuáticas, ni una banana, no hay paracaídas, no hay veleros, no hay yates. Poquísima gente en las playas caminando, los vendedores no tienen a quién ofertar sus mercancías, como sus cocos, que quién sabe de dónde sacan porque aquí las palmeras se quedaron sin frutos y los árboles apenas renacen; sus golosinas, sus camisetas, sus manos que tejen trenzas, sus masajes, sus mochilas que desde tiempos inmemoriales esconden toques de mota que son expendidos en bolsitas de plástico. Nada, no hay bisnes, señor. Hasta los que nos cobraban piso de todo no tienen nada qué extorsionarnos. Nada. La Guardia Nacional está a cada tres pasos justamente para evitar que los malandros vengan a joder más a los jodidos del huracán, o sea, a todos.

Acapulco siempre surrealista, en Caleta un enorme yate deportivo de lujo -un Sunseeker que me parece de 55 pies de eslora- ha quedado varado en la playa. Ya es parte del paisaje, de la decoración playera, como si no fuera un símbolo de un desastre sino el monumento a una amistosa ballena. A sus sombras se acomodan visitantes y vendedores y al parecer no habrá manera de sacarla de ahí.

“Se necesitan labores de astillero para regresarlo al mar, bro”, ilustra el miembro de un grupo de lancheros y meseros que, sin trabajo, esperan que alguien venga a contratarlos mientras charlan sentados ante dos mesas de plástico. No pierden el humor costeño: uno, que ubica al periodista, quiere novatearlo y empieza a contar historias de que, en tiempos boyantes, El Chapo Guzmán llegaba en helicóptero y aterrizaba en el techo del hotel de enfrente que ha dejado de funcionar. Otro jura que en una casona del área -Las Playas-, cerca de la Plaza de Toros, La Barbie, el capo que gobernaba el puerto hasta hace no mucho tiempo, contaba con unas fosas donde tiraba a sus contrarios bien descuartizados. ¿Cómo demonios empezamos a hablar de narco temas si estábamos analizando lo del yate? Así es Acapulco desde hace tiempo, desde inicios del siglo, cuando los capos fueron tomando el control de todo y las conversaciones inevitablemente derivan en su mundo de hazañas horrorosas, a ver cuál es más macho y quién es más valiente para narrar barbaridades sin que un halcón lo escuche. Los sicarios de hoy, uno hubiera pensado que todos emigraron ante el desastre, pero no, algunos siguen zopiloteando por aquí, porque siempre hay alguien que quiere ejecutar a otro: mientras comía pozole, la madrugada previa a la charla del yate unos asesinos cocieron a tiros a un ex priista que era precandidato por Morena a la alcaldía de Acapulco. El narco, como siempre, votando -desde ya- a punta de plomazos.

Atardece. Eso sí que nadie le roba a Acapulco: pase lo que pase sus puestas de sol invernales se pintan de azules-verdes-naranjas-amarillos-rojos-violetas, lienzos que emboban durante largos minutos. Luego, la noche se ha vuelto muy extraña. La vida nocturna de Acapulco, siempre tan vibrante a pesar de las extorsiones a los dueños de los antros, bares y restaurantes, ha desaparecido. La Costera es como un túnel silencioso, oscuro. Sus estruendos se han extinguido. Sus pirotecnias se han cebado y sus luces de colores desaparecieron. Por todos lados hay guardias nacionales, lo cual se agradece porque su presencia inhibe a los criminales, pero pareciera que hay un toque de queda, sólo roto por cuatro bares de playa de la Condesa, donde unos cuantos amigos de sospechosa catadura y procedencia dudosa ocupan una tercia de mesas en cada uno.

Acapulco no tiene foquitos de Navidad. Acapulco tendrá su peor diciembre del que su gente tenga memoria. Y Año Nuevo, igual. Quien diga lo contrario es un falsario insensible. O un desinformado contumaz.

Hoy, Acapulco, que fue mi hogar durante varios años al inicio del siglo, duele y necesita muchísima ayuda de todos. Hay que venir a gastar aquí, que no es gasto, es invertir en su presente y en su futuro y conservar nuestra memora afectiva. Vengan a ayudar, lectores, a vacacionar, por favor, para apoyar a los guerrerenses buenos y emprendedores, que son la gran mayoría.

Twitter: @jpbecerraacosta

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